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14/02/2010 | Colombia - País de delfines

Semana (Co) Staff

Las próximas elecciones demuestran que en Colombia es muy útil tener un ancestro ilustre.

 

Hasta hace poco en Colombia se pensaba que la democracia hereditaria era un rasgo del ADN político del país. Eso no es del todo cierto. En muchos países del mundo existen familias que construyen verdaderas dinastías a punta de votos. Pero lo que sí es particular del caso colombiano es el entusiasmo con el que se practica. Y tal vez nunca antes como en las elecciones que se aproximan.

En las jornadas de marzo y mayo se pondrá en juego la estirpe de seis presidentes que han gobernado a Colombia en los últimos 75 años. Lo que puede ser considerado un verdadero récord. Hasta ahora, esa marca sólo la igualaba las elecciones de 1974, cuando se dio el caso excepcional y tal vez irrepetible de que los únicos tres candidatos a la Presidencia eran todos hijos de ex presidentes: Alfonso López Michelsen, Álvaro Gómez Hurtado y María Eugenia Rojas.

En las elecciones de este año son más los nietos que los hijos de ex presidentes los que han puesto sus nombres a consideración de los electores. Germán Vargas, nieto de Carlos Lleras, y Juan Manuel Santos, sobrino-nieto de Eduardo Santos, van a disputar la Presidencia. Felipe Zuleta, nieto de Alberto Lleras, e Iván Moreno, nieto del general Gustavo Rojas Pinilla, buscan una curul en el Senado. Y en la Cámara de Representantes intenta repetir Simón, el hijo de César Gaviria, y se estrena Miguel Gómez, nieto de Laureano, quien también heredará los votos de su papá, el hoy senador Enrique.

Pero esos no son los únicos delfines en las agitadas aguas de la política. También están los hijos de personajes políticos a los que la mafia les acabó a balazos una fulgurante carrera política. Es el caso de Juan Manuel Galán, hijo de Luis Carlos, que encabeza la lista del Partido Liberal para el Senado, y de los dos Rodrigo Lara, hijos del ex ministro del mismo nombre, que disputan sendas curules para el Senado, uno en la lista de Cambio Radical y el otro en la lista de Compromiso Ciudadano, el movimiento de Sergio Fajardo. Y también está Iván Cepeda, hijo de Manuel, el senador de izquierda asesinado, que decidió lanzarse en estas elecciones a la piscina de la política en el Polo Democrático.

Eso sin contar con los herederos que ocupan hoy cargos públicos. El hijo de Julio César Turbay, que lleva su mismo nombre, es el contralor general, y su nieta es hoy asesora del Ministerio de Comunicaciones y está en la baraja de favoritas para ocupar el cargo de ministra. El nieto del general Rojas Pinilla, Samuel, es alcalde de Bogotá, y la hija de Virgilio Barco, Carolina, es embajadora en Washington.

Pero esa es sólo la fotografía de Bogotá. Si se abre el lente a todo el país se ve una tupida telaraña de árboles genealógicos en los que, sin importar si son de sangre azul o roja, los hijos de los políticos heredan poder, maquinarias o votos. En Barranquilla, el alcalde es de la dinastía Char. En el Valle, el gobernador es hijo del ex senador Carlos Herney Abadía y el alcalde es hijo del desaparecido jefe de la guerrilla del M-19 Iván Marino Ospina. Y en las listas al Congreso hay hijos de decenas de ex congresistas y ex ministros: los Holguín del Valle, los Guerra de Sucre y de Antioquia, los Garavito de Risaralda, los Yepes de Caldas, los Curi de Bolívar, por mencionar sólo unos cuantos.

La tradición del delfinazgo está tan arraigada en Colombia, que hasta se convirtió en argumento central para una novela. El mordaz crítico político Álvaro Salom Becerra, en su obra El Delfín, creó un personaje, Clímaco Arzayuz, que era una síntesis de esa faceta de la realidad nacional.

Las dinastías
Que los votos se transmitan por la cadena genética no es un fenómeno nuevo en Colombia. Más bien ha sido la nota común en los 200 años de su historia republicana. De los 28 presidentes que tuvo el país en el siglo pasado (sin contar la junta militar), nueve, es decir la tercera parte, tenían vínculo de consanguinidad con algún antecesor en el cargo, y cuatro más (Eduardo Santos, Laureano Gómez, Gustavo Rojas y Julio César Turbay) dieron pie al comienzo de nuevas dinastías que aún hoy no se resignan a no repetir en la Casa de Nariño.

La monarquía del voto en Colombia se ha personificado en seis familias, los Ospina y los Mallarino, con tres presidentes cada una; y los López, los Pastrana, los Mosquera y los Lleras, con dos cada una.

El fenómeno, como ya se dijo, tampoco es un atributo exclusivo de la política colombiana. India, por ejemplo, es todo un paradigma de la democracia hereditaria. Jawaharlal Nehru ganó las primeras elecciones después de la independencia (1947) y desde entonces el linaje de su familia se ha mantenido en el epicentro del poder. Su hija Indira Gandhi fue elegida dos veces primera ministra. El hijo de ésta, Rajiv, fue el séptimo primer ministro. Y la viuda de este, Sonia, ocupó el cargo en 2004. Ahora nadie duda de que el heredero Rahul Gandhi, hijo de Rajiv y Sonia, volverá al trono.

Estados Unidos, que se considera la cuna de la democracia moderna, tampoco es una excepción. La dinastía de los Kennedy ha tenido un papel protagónico en el ámbito político y los Bush no se quedan atrás. Los dos presidentes George son, respectivamente, hijo y nieto de Prescot, un polémico senador de la primera mitad del siglo pasado. Una sola cifra lo dice todo: de los 43 presidentes de Estados Unidos, cuatro son hijos de presidentes, lo cual quiere decir que el 10 por ciento de los mandatarios han sido delfines.

Y en Latinoamérica también cunden los ejemplos. En Costa Rica y Chile, José María Figueres y Eduardo Frei abrieron el camino para que sus hijos, con idénticos nombres, llegaran también a la Presidencia. En Panamá, el general Ómar Torrijos hizo lo propio con Martín, quien acaba de dejar la Presidencia en el istmo. A otros delfines, como al mexicano Cuauhtémoc Cárdenas, hijo de Lázaro, no les ha ido tan bien, pues sólo les ha alcanzado el legado para ser senador y alcalde. Y Keiko, la hija de Alberto Fujimori, medirá la pureza de su sangre electoral en las próximas elecciones.

El hecho de que la democracia hereditaria sea común y siga estando en boga en muchos países no quiere decir que no sea una práctica que tiene muchos siglos. Desde la Edad Media, y durante varios siglos, el poder y las tierras se heredaban por el simple hecho de nacer en el seno de la familia real. De hecho, la palabra 'delfín' viene desde entonces. Se acuñó hace 800 años y era el título nobiliario que les daban a los príncipes herederos al trono de lo que hoy es Francia. La religión ayudó también a consolidar ese estado de cosas y también lo hizo la ciencia. Todavía en el siglo XIX, por ejemplo, el científico británico Sir Francis Galton, que gozaba de prestigio por ser primo de Charles Darwin, llegó a la conclusión de que "la habilidad del estadista es ampliamente transmitida o heredada".

Lo que llama la atención es que esa institución del 'delfín' haya sobrevivido hasta hoy. Y sobre todo, que exista después de cambios tan radicales en los sistemas políticos de Occidente, como los provocados por las revoluciones Francesa y Rusa, que revirtieron el statu quo donde las dinastías se heredaban el poder de manera autocrática. Y después de que la genética, contrario a lo dicho por Galton, ha demostrado que el liderazgo no se hereda sino que se adquiere

Hoy muchas dinastías han sobrevivido en la política por la vía de la democracia. Los nombres y apellidos de hombres que marcaron la vida pública terminan beneficiando a los herederos que quieren seguirles los pasos. Hay una transferencia de la credibilidad y el buen nombre a los descendientes en un mundo donde la política está totalmente desprestigiada. En Colombia, por ejemplo, es evidente que los delfines no son simples convidados de piedra a los que se les invita para que con su nombre le den algo de glamour al partido. El caso del Partido Liberal, por ejemplo, es revelador. El Senado lo encabeza un delfín, Juan Manuel Galán; el número dos de la lista es otro delfín, Felipe Zuleta, y la lista de la Cámara la lidera uno más, Simón Gaviria.

Contrario a lo que se podría pensar, los puestos privilegiados de los delfines, en algunos casos, responden a una lógica electoral debido a que son personas que impactan en la opinión. En particular, el apellido Galán se ha convertido en una marca que simboliza valentía y transparencia y por lo tanto ha demostrado ser un hit en el mercadeo político. Faltó poco para que dos delfines de esa dinastía encabezaran dos de las más poderosas listas al Senado. Carlos Fernando Galán, que salió elegido como el concejal de Bogotá con más alta votación de la historia reciente, estuvo a punto de encabezar la lista al Senado de Cambio Radical. Y su hermano Juan Manuel se ganó la cabeza del liberal, gracias a que hace cuatro años en su primera incursión electoral sacó 64.000 votos y duplicó en votos a la combativa y reconocida ministra que lideraba la lista.

Pero ¿por qué siguen siendo tan atractivos los delfines? Una posible respuesta es que ante la pérdida de crédito de la política en Colombia, un apellido tatuado en la memoria de la Nación inspira más confianza en un pueblo escéptico frente al cinismo de sus gobernantes. En los tarjetones de este año parece haber una relación inversamente proporcional entre el número de candidatos de opinión y el número de delfines. Es decir, este año, ante la ausencia de figuras fuertes entre los llamados candidatos de opinión, que se han espantado por los escándalos de los últimos años del Congreso, parecen brillar los herederos de las dinastías políticas.

Hay que tener en cuenta que el hecho de que todos sean parte de la monarquía de las urnas no los hace iguales. Hay delfines de delfines. Algunos heredan el carisma, otros la maquinaria y otros la ambición. Luis Carlos Galán, por ejemplo, no alcanzó a llegar a la Presidencia. No les heredó a sus hijos poder, sino la grandeza de su lucha contra las mafias. El mártir es sin duda la figura más potente para catapultar a las futuras generaciones en la vida pública. "Nosotros no heredamos poder, ni maquinaria... pero heredamos el cariño de la gente", explica Carlos Fernando Galán.

Pero no todo es color de rosa. Para Simón Gaviria la experiencia ha sido distinta. Él suele decir que de su papá en política ha heredado sobre todo enemigos. Hace unos días llegó a su oficina un dirigente sindical para hablar sobre el proyecto de ley sobre derechos de los pacientes y luego de que le ofreció su apoyo le dio el puntillazo: "con esta norma, doctor Simón, usted va a solucionar muchas de las embarradas que hizo su papá con la Ley 100". ¿Qué tanto incidió la figura de Laureano Gómez para que su hijo Álvaro no pudiera ganar en ninguno de sus tres intentos por la Presidencia?

La historia del país ha demostrado que se puede heredar apellido, nexos y a veces poder, pero eso no hace que el delfín gane automáticamente una elección. Tal vez lo de ser 'delfín' es algo más simple. Y tiene que ver con que así como el hijo del panadero aprende todos los secretos del oficio de su padre, también es cierto que para el ejercicio del poder tiene una ventaja Simón Gaviria, que jugó carritos en la Casa de Nariño mientras su papá discutía los pormenores de la Asamblea Constituyente, o Carlos Fernando Galán, que recorría a los 8 años todas la plazas públicas del país y se aprendía los discursos de su papá de memoria. Y, como en cualquier otro oficio, un apellido famoso ayuda, pero definitivamente no es suficiente.

Revista Semana (Colombia)

 


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