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31/05/2015 | El medido órdago de las FARC

Román D. Ortiz

Las maniobras de la guerrilla colombiana para dilatar las negociaciones de paz persiguen acrecentar su influencia política

 

El anuncio del Gobierno colombiano y las FARC de que continúan comprometidos con alcanzar un acuerdo de paz ha restado atención pública a la crisis desatada tras la decisión del grupo armado de suspender la tregua unilateral que mantenía desde diciembre. Sin embargo, sería un error minusvalorar el significado de este episodio, pues confirma que la cúpula guerrillera percibe un cambio a su favor del balance estratégico y se atreve a tratar de forzar al Gobierno a otorgarle concesiones en las conversaciones en curso. Muchos juzgarán esta visión de las FARC como una muestra de su delirio ideológico. Desde su punto de vista, la abrumadora diferencia entre los 460.000 hombres de las fuerzas de seguridad y los menos de 7.000 integrantes de la organización es suficiente garantía de que la ventaja gubernamental es inamovible. Sin embargo, para entender el cálculo de la guerrilla, conviene recordar que una guerra insurreccional es una competencia donde tan importante es el saldo de las acciones bélicas como el juego político. Y, en esta última parte de la ecuación, los dirigentes del grupo armado ven algunas ventajas, porque las conversaciones de paz se han convertido en el centro único e indiscutible de la agenda del Ejecutivo. Inicialmente, el presidente Santos las vio como parte de un esfuerzo más amplio para pacificar el país que se beneficiaría de un acuerdo con la guerrilla; pero que tendría éxito con independencia de si se alcanzaba o no un compromiso con los violentos. El problema es que, tres años más tarde, las condiciones políticas y económicas del Gobierno han cambiado radicalmente. El presidente utilizó su supuesta capacidad para lograr un rápido pacto con las FARC como un argumento clave para pedir el voto en los comicios de mayo de 2014 que condujeron a su reelección. Como consecuencia, quedó comprometido ante sus electores.

Entretanto, la economía colombiana ha comenzado un serio declive. El Bank of America anuncia un crecimiento de sólo el 2% para este año y los pronósticos prometen un 2016 bastante peor dado que será cuando la caída de los ingresos petroleros se sienta plenamente. Semejante frenazo golpeará los logros en reducción de la pobreza y ampliación de la clase media. Así, presionado también por una economía a la baja, el presidente está forzado a buscar avances en las negociaciones.

La promesa electoral del presidente Santos ha sido entendida por el grupo armado como una garantía de que el Gobierno romperá las conversaciones solo en el caso más extremo. En consecuencia, ha visto la oportunidad de dilatar los diálogos con lo que gana la posibilidad de acrecentar su influencia política mientras conserva la capacidad de usar la violencia para desgastar al Gobierno y someter a las comunidades rurales. Paralelamente, el declive económico promete atizar un escenario de conflictividad social donde sus planteamientos extremos pueden ganar atractivo. Además, los problemas fiscales del Gobierno pueden conducir a una reducción del presupuesto de defensa y, por tanto, una menor presión militar.

Bajo estas circunstancias, las FARC vislumbran la posibilidad de torcer la voluntad del Gobierno en dos asuntos claves. Primero, la organización pretende que sus crímenes queden impunes. Una exigencia que choca no solo con las normas de la Corte Penal Internacional sino también con el rechazo mayoritario —un 82%, según la encuesta Invamer-Gallup de abril— de los colombianos. Segundo, queda pendiente la cuestión de la desmovilización. La guerrilla quiere posponer la disolución de su aparato bélico durante largo tiempo y mantener sus formaciones armadas dentro de una serie de áreas desmilitarizadas a la espera de ver avanzar la puesta en marcha de lo firmado con el Gobierno. Las razones son fáciles de entender. Con un apoyo popular nulo, las FARC saben que su único capital político son los fusiles. Sin ellos, pasarían a ser irrelevantes. Mantenerse en armas les ofrece la posibilidad de someter al país a un chantaje permanente.

Así, su órdago tiene pleno sentido. Hay poco que perder puesto que perciben que la continuidad de las conversaciones está garantizada y mucho que ganar dado que aspiran a mantener la maquinaria insurreccional intacta tras un acuerdo: los cabecillas libres y los militantes armados. El sueño de la guerrilla es un compromiso que mantenga en reserva su estructura militar mientras sus líderes hacen política, lo que se ha bautizado como “política con armas”.

Ciertamente, las FARC están lejos de tener asegurado el éxito de su estrategia y el logro de un acuerdo que les permita eternizar su chantaje al país. Pero para corregir el rumbo de las conversaciones y evitar el dilema entre ruptura o claudicación, el Gobierno tiene por delante tres tareas imprescindibles. Primero, ignorar las voces que claman por el desarme del Estado y mantener el esfuerzo militar para convencer a las FARC de que, en la confrontación, ellos llevan las de perder. Segundo, construir un amplio consenso político sobre lo que es negociable e innegociable al tiempo que renuncia a criminalizar a cualquiera que manifieste dudas sobre las negociaciones. Finalmente, recuperar la confianza de la opinión pública con el compromiso de levantarse de la mesa antes de firmar un acuerdo que ponga en riesgo la seguridad de los ciudadanos colombianos.

Román D. Ortiz es profesor y consultor en temas de seguridad y defensa (Bogotá).

El Pais (Es) (España)

 


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