Sólo esa muestra de falta de ética sería suficiente para que el Parlamento —o dicho con más propiedad los parlamentarios— sea una de las instituciones más desprestigiadas del país, al extremo que la política ha dado un vuelco justamente en protesta por la conducta de algunos senadores y diputados.

El dato de que existen alrededor de mil casos, tanto en el Senado como en la Cámara Baja, de cobros de salarios con la utilización de poderes, es preocupante; de que existen ítems fantasmas y casos comprobados de nepotismo, son suficiente argumento para que el presupuesto del Congreso se recorte severamente; pero, peor, para que su desprestigio haya llegado a extremos de amenazar hasta la propia estabilidad democrática boliviana.

Si hubo malestar e ira en la población no fue contra el sistema de derecho ni contra la Constitución, sino contra quienes, se supone, deberían dar ejemplo de rectitud y honestidad, que además habían jurado cumplir.

Ahora se está tratando de enviar a quienes cometieron tantas tropelías al Ministerio Público, para su respectivo proceso judicial, pero ¿cuántos culpables van a someterse a juicio? ¿Cómo se los va a convocar si todo se ha hecho fraudulentamente y la mayoría ya ha regresado a sus actividades particulares o a sus regiones? ¿Serán entonces los “palos blancos” los que vayan a ir a los estrados judiciales a penar por otros? Es lo de siempre: quienes sufren las consecuencias de los desfalcos y las pillerías son los subalternos, los necesitados, los que delinquen por necesidad o por miedo.

Se ha dado de baja hasta ahora a 79 funcionarios del Congreso y seguramente que habrá otros más aún sin identificar. Y se ha planteado que, para que exista transparencia, figurarán sólo 250 empleados en planillas. Si eso sucede, se habrá avanzado algo, pero siempre quedará en la conciencia ciudadana que fueron varios los “padres de la Patria” que provocaron un vergonzoso daño económico al Estado y un deterioro de imagen insalvable.