Dos años después del inicio de la guerra civil en Siria, cien mil muertos y un cuarto de millón de desaparecidos después, y, al menos, tres usos limitados de armas químicas, el Presidente Obama y sus aliados británicos y francés, consideran inaceptable la situación y amenazan con una intervención militar punitiva.
La gota que habría colmado el vaso de la paciencia habría sido el último ataque
por parte del régimen de el Assad contra los rebeldes a base de un gas nervioso.
Con la excepción de Rusia, China, Irán y sus lacayos, el mundo entero parece
acoger con beneplácito un posible ataque contra el régimen de Damasco.
Primero, porque no se debería consentir el uso contra civiles de armamento
químico, algo prohibido por la Convención de Ginebra. La acción de castigo daría
así expresión al disgusto moral; segundo, porque la inacción ante el empleo de
agentes de destrucción masiva podría crear la impresión de que es posible
utilizar este tipo de armas sin consecuencias. Un mal ejemplo para países como
Irán, en plena búsqueda de armas nucleares. Un ataque sería, por tanto, una
acción disuasoria frente al futuro; finalmente, habría un deber de proteger a
los inocentes.
Que la ONU a través de su Consejo de Seguridad lo legitime mediante una
resolución es, en este caso, lo de menos. Simplemente no es imaginable que Rusia
y China la apoyaran. Las Naciones Unidas, como ha vuelto a quedar patente, no es
ni el gobierno mundial con el que muchos sueñan, ni la corte suprema
internacional. Hoy como ayer responde a los intereses de sus miembros. Y en caso
de parálisis son éstos quienes toman sus propias decisiones.
Lo que sí es importante a la hora de juzgar una acción militar es saber
tanto sus objetivos como sus consecuencias. Y es en este terreno, el
estratégico, no el jurídico, donde la acción a la que parecemos abocados, es más
endeble. Hacer por hacer no es una buena receta cuando se trata de acciones
militares. Hasta el momento sólo sabemos que el objetivo es “castigar” al
régimen de el Assad por el uso de armas químicas. De hecho, el portavoz de la
Casa Blanca ha afirmado que no se busca el cambio de régimen (a pesar de que
hace ahora un año el propio Presidente Obama dijo que el líder sirio tenía que
irse). No sé qué tipo de castigo tiene en mente el Pentágono, pero si se castiga
sin acabar con Assad, la reacción de éste puede ser muy negativa. Por ejemplo,
lanzar misiles contra Israel como en su día hiciera Saddam Hussein en
un desesperado intento de ganarse el apoyo árabe. Tendríamos así una situación
de conflicto regional que hasta ahora se había logrado evitar.
En realidad, si de verdad se quiere castigar a las fuerzas de el Assad lo
que habría que hacer es impedir que vuelvan a recurrir a agentes químicos.
Incapacitarlas en este terreno. ¿Cómo? Destruyendo sus principales instrumentos
para lanzarlas, misiles de medio alcance y parte de la aviación. Con todo, el
arsenal químico de Siria es tan amplio que inutilizarlo por completo exigiría
una campaña de bombardeo prolongada y muy intensa.
Comparado con una posible intervención hace dos años, las opciones
militares hoy son escasas y poco o nada decisivas. Si el Assad no siente en sus
carnes que su régimen y su vida están en peligro, aguantará un tiempo y luego
retomará con más dureza su campaña de represión y limpieza. Si Estados Unidos y
sus aliados confían en un escenario a lo Milosevic tras Kosovo, que duró apenas
un año en el poder tras los bombardeos de la OTAN, hay que decir que un año de
conflicto puede causar cientos de miles de muertos más. Y si se le lleva a
imaginar que se atenta contra él, puede incrementar su violencia a corto plazo.
Total, si va a morir como Gadafi puede intentar llevarse por delante a cuantos
pueda, incluido Israel.
Aún peor, si por un asomo se acabara con el Assad, el recambio puede ser
hasta peor. Todos sabemos que, abandonados a su suerte durante dos años, los
rebeldes han sido dominados por grupos islamistas radicales e, incluso, afines a
Al Qaeda. La posibilidad de un recambio político que no acabe en asesinatos de
cristianos y otras minorías, por no hablar de más terrorismo islámico, es más
bien baja. Todo lleva a pensar en el intento de instauración violenta de un
nuevo Califato.
Hace meses la actitud de los dirigentes occidentales recordaba aquella
frase de Kissinger sobre la guerra Irak-Irán de los 80: “es una pena que no
puedan perder los dos”. Su cinismo veía en la guerra civil la hemorragia de el
Assad (e Irán y Hezbollah de fondo) así como de los jihadistas que allí acudían
a combatirle, incluido ceutíes. Ahora el Assad ha vuelto a cruzar una línea roja
y Obama, en plena crisis de popularidad, siente la tentación de actuar. Lástima
que no sepa para qué.