El poder es algo relativo, y de nada sirve tener mucho si no es el adecuado. A la URSS no le valió ser una superpotencia nuclear; posiblemente, a EEUU tampoco. Toda vez que la credibilidad económica de Norteamérica se desvanece, poco le queda a ésta de superpotencia.
De
Joseph Quinlan se pueden decir muchas cosas, pero no que sea un antipatriota o
un agorero. Bien formado académicamente, ha dado repetidas muestras de conocer
bien la realidad que le rodea y de aproximarse a ella desde la moderación. Sus
múltiples obras para el Centro de Estudios Transatlánticos de la John Hopkins
University lo atestiguan. Por eso, ésta su más reciente obra resulta
sorprendente. ¿Su tesis principal? Que Estados Unidos ha dejado de ser una
superpotencia económica. ¿Su tesis secundaria? Que la globalización puede que
esté a punto de pasar a mejor vida. ¿Su tesis final? Que hay dos alternativas
en lontananza: 1) si los líderes políticos se ponen de acuerdo y cooperan,
asistiremos a un gran salto adelante hacia la gobernanza mundial; 2) si no se
ponen de acuerdo, lo que nos aguarda es un planeta dividido en bloques
regionales en competencia abierta por los recursos naturales y energéticos, por
la riqueza y por el poder en todas sus manifestaciones. Una nueva guerra fría,
aunque esta vez de contenido económico.
Aunque
Quinlan no lo dice, y quiere presentar ambas alternativas como posibles, tras
la lectura de su obra uno da en desconfiar de la primera y en aceptar la
segunda como inevitable.
Quinlan
es un economista bien formado, así que sabe que sus compañeros de profesión no
han estado a la altura de las circunstancias en esta última crisis, que,
recordemos, estalló a mediados de 2008. Aquí da buena cuenta de todos los que,
como Zapatero –aunque mejor intencionados–, negaron la gravedad, la profundidad
y la extensión de la crisis económica. Lo que empezó como una burbuja
inmobiliaria, causada por los ninja (no income, no job, no assets = sin
ingresos, trabajo ni propiedades) y su incapacidad de hacer frente a sus
obligaciones hipotecarias, acabó convirtiéndose en una crisis del sistema
financiero y, finalmente, de la economía real. Cuando todos decían que lo peor
ya había pasado llegó la crisis de las deudas soberanas... y volvimos a la
lona.
Para
Quinlan, ésta que estamos viviendo desde hace ya dos años y medio no es una
crisis cualquiera. Ha tenido un impacto directo sobre la globalización, que, se
mire como se mire, se bate en retirada: los distintos países han tratado de
capear el temporal, las más de las veces, con políticas y medidas
exclusivamente nacionales, sin coordinación internacional alguna. Quinlan
entiende que se ha llegado a un punto tal, que el orden liberal surgido tras la
II Guerra Mundial está tocando a su fin.
Las
tesis de nuestro autor se están haciendo realidad: el dólar está en cuestión
como moneda refugio y dominante; las instituciones multilaterales han hecho
mutis por el foro o se han mostrado impotentes; el G-8 ha saltado por los aires
y el G-20 no sabe siquiera qué hacer; Estados Unidos ha perdido autoridad y,
por tanto, capacidad para fijar un criterio colectivo, como se pudo ver en la
última reunión del G-20, en Seúl. En términos financieros y económicos, el
mundo es un sálvese el que pueda y como pueda.
Las diferencias
entre Europa y América en materia económica vienen ahora a añadirse a los
choques políticos y estratégicos entre ambas orillas del Atlántico, que
adquirieron gran virulencia durante la guerra de Irak. Occidente es hoy más que
nunca una entelequia.
Entre
tanto, las denominadas economías emergentes están tomando conciencia de su
potencial y quieren emerger de una vez por todas. Su futuro ya ha llegado.
Estamos hablando de países como China, Brasil y, en menor medida, India. Muchos
de ellos, hasta ayer el Tercer Mundo, acumulan más ahorros que los del Primero;
es más, algunos se cuentan entre los principales tenedores de deuda de algunos
de los más prominentes miembros del propio Primer Mundo. Esos países, a los que
los más desarrollados han venido considerando un mercado en el que vender sus
productos y contratar mano de obra barata, han pasado a ser unos duros
competidores de aquéllos por los recursos naturales y energéticos... ¡e incluso
invierten en sus economías!
Si a
todo esto le añadimos un deprimente mapa demográfico, en el que Occidente cada
vez pesa menos, la persistencia de amenazas globales como el islamismo radical
y la ebullición del mundo musulmán, se comprende bien el desolador panorama que
nos aguarda.
Que las
relaciones entre los cuatro o cinco bloques que se formen sean cooperativas o
competitivas dependerá del saber hacer de sus dirigentes; Quinlan de todas
formas apunta que serán del segundo tipo. Sea como fuere, será un mundo en poco
o nada parecido al que hemos vivido desde los 90.
La
globalización no tenía por qué ser eterna. No lo fue en su primera etapa, a
comienzos del siglo XIX: entonces acabó abruptamente, y contra todo pronóstico,
en la Primera Sangría Mundial. Con una proliferación nuclear que se promete
fuera de control si países como Irán consiguen la bomba y con un renovado peso
del nacionalismo, nos daremos con un canto en los dientes si no acabamos de
nuevo en un baño de sangre.
No dejen
de leer con cariño el capítulo sobre Europa: se reirán un buen rato de Elena
Salgado y demás incompetentes. Por no llorar.
**Del libro The Last Economic Superpower de,
Joseph Quinlan, McGraw Hill (Nueva York), 2010. Publicado en Suplemento Libros
de Libertad Digital, 4 de febrero de 2011.