Once de los 22 mandatarios cuya asistencia estaba prevista han declinado asistir, entre ellos la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, o la de Argentina, Cristina Fernández, sin aducir muchas más explicaciones que las de tener agendas muy cargadas. Tampoco acudieron a la cita el presidente cubano, Raúl Castro, o el venezolano, Hugo Chávez, dos políticos siempre dispuestos a animar el cotarro. Otros ausentes tenían asuntos internos pendientes que reclamaron su atención antes que acudir a una cumbre en la que el presidente Rodríguez Zapatero y su ministra de Exteriores, Trinidad Jiménez, antes secretaria de Estado para Iberoamérica, han representado el papel de tristes figuras, no en vano España, en su histórico y pretendido desempeño de puente de enlace entre la UE y América Latina, es el principal inspirador de estos encuentros.

 

Sería, sin embargo, insuficiente atribuir a la diplomacia española toda la responsabilidad del magro resultado de la cumbre. La cuestión de fondo es que los países de América Latina y el Caribe envían claras señales de su desapego hacia el continente europeo, y esto resulta inquietante si se considera la importancia estratégica y, sobre todo, económica de aquella extensa región cuyos más de 622 millones de habitantes generan un PIB global de casi cinco billones de euros. La Unión Europea es el segundo socio comercial –Estados Unidos, el primero– de los países de América Latina y el Caribe y las grandes empresas españolas, industriales, financieras y de servicios (Telefónica, Repsol, Banco Santander y BBVA, entre otras) tienen allí estratégicas áreas de actividad. Después del fiasco de Asunción, el sueño de una comunidad iberoamericana queda aplazado hasta la cita del próximo año, en Cádiz. Allá España ejercerá de anfitriona y el nuevo gobierno deberá tratar de revitalizar aquel sueño.