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13/05/2007 | Regenerar la política

La Vanguardia Staff

Mantengamos por un instante el análisis en el marco clásico del Estado-nación. Si la hipótesis del déficit de lo político merece un examen, ¿no es también por el hecho de las dificultades que tienen los sistemas políticos tradicionales para percibir las expectativas y las exigencias nuevas, culturales y no tanto socioeconómicas, y para asegurar su tratamiento?

 

Esta perspectiva remite en primer lugar a la extensión de una cultura de los derechos, que se extiende revalorizando a la vez la autonomía y la igualdad de los individuos, lo cual desequilibra las relaciones entre representantes y representados.

Acabamos de asistir al agotamiento de las ideologías, esos grandes relatos evocados por Jean-François Lyotard y los pensadores posmodernos de los años 80, y hemos visto declinar rápidamente la idea según la cual la política es la lucha por la realización de un futuro utópico, de un mundo nuevo, distinto.

Esta lucha oponía entre sí a vastos conjuntos, a grandes categorías sociopolíticas que hoy día ya no existen: las clases socioeconómicas han sido sustituidas por protagonistas más fragmentados, en el límite por individuos, y las ideologías del siglo XX por conceptos de la acción más dispersos y personalizados, o por la religión. Con internet y el auge de las tecnologías digitales, con la televisión, los satélites y las parabólicas, se dejan sentir menos las exigencias de intercambio interpersonal directo, o dicho de otra manera, la deliberación es más delicada y la esfera pública sale de ella, si no debilitada, sí al menos transformada por esta evolución.

Las generaciones jóvenes son intelectualmente más exigentes, quieren estar mejor informadas para, en cualquier caso, construir sus preferencias políticas. Enel pasado, sus orientaciones se estructuraban en mucha mayor medida antes del momento de informarse y de manera más estable: con frecuencia se era de izquierdas, o de derechas, por determinismo social, cultural o familiar.

Y, desde todas partes, los individuos ponen por delante sus motivaciones personales, lo que desplaza el análisis hacia otro nivel. Así, las mujeres son a menudo antifeministas, en el sentido de que el feminismo es un movimiento político. Pero eso no les impide tener en cuanto mujeres sus expectativas individuales, sus preocupaciones, que les resulta necesario y a la vez difícil elevar al nivel político.

Entonces se debe resolver un problema importante: ¿Cómo pueden acoger los sistemas políticos tales demandas y asegurar el paso de lo personal a lo colectivo? ¿Cómo hacer que se eleven a lo político preocupaciones a veces demasiado personales? Hay una dificultad más, relativa al carácter ambivalente o contradictorio de las posibles respuestas: aparecen alianzas asombrosas y contradicciones importantes, como la que se produjo cuando las feministas italianas aplaudieron las posiciones expuestas por el cardenal de Milán sobre la imagen de la mujer, o cuando las mujeres se presentan bajo un aspecto terriblemente feminista frente a los hombres y antifeministas en materia de religión.

Hoy día, la noción de cultura remite constantemente a identidades o valores colectivos compartidos. Pero sería un error oponer este concepto al individualismo. Al contrario, ambos tienen una parte en común. Concretamente, hoy día las afirmaciones identitarias son, cada vez con más frecuencia, fruto de una decisión íntima, profundamente personal, inscrita en la subjetividad de los individuos que eventualmente implica su integridad física, su cuerpo.

Cultura a la carta

Si admitimos que lo cultural está impulsado cada vez más por elecciones personales, por la subjetividad, por la necesidad de cada uno de dominar su trayectoria, su modo de vida, su identidad, su memoria; y si reconocemos la existencia de una poderosa relación entre cultura y sujetos individuales, llegamos rápidamente a una conclusión: hoy día, gran parte de la política está afectada por la complementariedad de las subjetividades personales y de las orientaciones culturales, colectivas, identitarias si se quiere (...). La imagen del déficit resulta así inadecuada y cada vez más obsoleta.

Incluso los debates en apariencia más clásicamente políticos se pueden ver completados o desbordados por la presión de los temas culturales, impulsados por la subjetividad de actores que quieren que se les reconozca en su identidad histórica.

Así, la resolución del conflicto palestino-israelí exige un proceso político relativamente clásico, por delicado y complejo que pueda parecer. Pero ese proceso sólo habrá llegado a su término cuando ambos pueblos hayan entrado en una lógica distinta de la política tradicional, en un proceso de reconocimiento, sobre todo en el caso de Israel, de los dramas vividos por los palestinos en 1948 y de aquellos palestinos que se han convertido en refugiados de larga duración.El problema será entonces hacer entrar en el debate la memoria para ir hacia una posible reconciliación, mucho más allá de la firma de un tratado de paz.

Con las identidades religiosas, sobre todo la musulmana, la cuestión del paso a la política es tanto más compleja cuanto que tiende constantemente a conjugar dos dimensiones difícilmente integradas por los sistemas políticos tradicionales.

Por una parte, la identidad religiosa puede remitir - también- a una fuerte subjetividad, a decisiones personales no impuestas por el medio familiar o por la tradición y que proceden mucho más de un trabajo del sujeto sobre sí mismo: "Es mi elección", explican por ejemplo los jóvenes musulmanes en Francia cuando se les pregunta sobre su fe, que ellos no achacan a una herencia forzosa, a una adscripción.

Y eso es así a fortiori para los conversos al islam (se dice que en Francia pueden ser de 15.000 a 20.000). Por otra parte, el islam inspira proyectos metapolíticos, a veces guerreros, que ponen en cuestión por arriba los sistemas políticos nacionales, desbordándolos y a veces agrediéndolos violentamente.

En Europa sobre todo, el islam y el género, la religión y las expectativas de la mujeres, se inscriben en el espacio público y transforman la autodefinición de las identidades nacionales, las alianzas políticas y el juego izquierda/ derecha. Por ejemplo, con encuentros y tensiones inéditos, cuando el feminismo y el republicanismo (entendido aquí como la versión exagerada, hiperideologizada, del ideal republicano) se alían contra el islam para denunciar sus expresiones de visibilidad en la escuela pública.

La presencia en el espacio público de temas religiosos o feministas no desemboca necesariamente en una politización. Añadamos que el multiculturalismo, como modo de tratamiento institucional y jurídico de ciertos particularismos identitarios, no está preparado para hacer frente a las demandas religiosas, que difieren de las de reconocimiento propiamente culturales, aunque se pueden compaginar.

Pero en la práctica todo se mezcla, e incluso tiende a confundirse; lo vemos por ejemplo cuando se habla de inmigración en Francia, que es descrita en términos confusos (inmigrantes, árabes, musulmanes, magrebíes...).

Es difícil, y sin embargo necesario, disociar analítica y prácticamente lo que aparece como una amalgama: en Europa, por ejemplo, los problemas políticos de la inmigración no son los del islam ni los del posible reconocimiento de una cultura árabe. Las demandas de orden cultural precisan un tratamiento político distinto de las planteadas por grupos religiosos.

En el límite, el desafío político es simétrico, u opuesto: las reivindicaciones de los grupos religiosos son peligrosas cuando son en sí mismas políticas, y las políticas democráticas deben esforzarse por separar, disociar, lo político de lo religioso. En otro orden de cosas muy distinto, las demandas culturales no son en sí mismas políticas; su problema es llegar a alzarse al nivel de los partidos y de los sistemas políticos, para obtener por ejemplo la puesta en marcha de los procesos para su reconocimiento.

Pero de aquí no se deduce que un poder religioso sea incompatible con la democracia. En Turquía, los musulmanes, llegados al poder tras unas elecciones democráticas, no pusieron fin al laicismo e incluso pasaron de un islamismo hasta entonces más bien radical, a veces bastante tradicionalista, a un islamismo abierto, negociador en cuestiones internacionales, respetuoso con los valores democráticos en política nacional.

El islam se ve a menudo como una fuente de problemas pero no tiene por qué ser un obstáculo para una política de reformas. En Turquía, los éxitos del islam político van de la mano con más elecciones y más participación popular en el proceso político, y menos presencia militar en la vida pública, menos kemalismo y autoritarismo.

No existe una esencia del islam, ni de cualquier otra religión, que prohíba la transformación, incluso desde el punto de vista político. Por otro lado, en toda sociedad democrática puede haber partidos que se digan religiosos, al mismo tiempo que aceptan perfectamente el juego de la democracia. Así sucede, por ejemplo, en Europa con las fuerzas políticas de tipo democristiano, que tuvieron un papel muy importante en los 30 o 40 años de la posguerra.

Avance editorial. En "La primavera de la política. Ideas para acabar con el declive de la democracia tradicional" (Libros de Vanguardia, en catalán y castellano), Michael Wieviorka recoge las reflexiones de un grupo de intelectuales sobre la crisis de la democracia y el descrédito de la política.

La Vanguardia (España)

 



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