Sorprendente cual pueda resultar, cuanto más arraigadas estén las posiciones, más fácil puede ser negociar —y moverse. Esta semana hemos visto comenzar en Washington el enésimo diálogo entre palestinos e israelíes. De un lado un primer ministro israelí estereotipado como de la «derecha dura» con un ministro de Exteriores usualmente identificado con la sutileza de Taras Bulba. En frente, es cierto, unos palestinos encabezados por Abbás y que por primera vez han aceptado negociar sin condiciones previas. Aunque contribuye mucho a llegar a ese punto que EE.UU. tenga el presidente menos favorable al Estado de Israel desde la constitución de éste en 1948, lo que más ayuda —sin duda— a crear un escenario nuevo es la evolución del factor iraní.
Con toda probabilidad la carta que el primer ministro Benjamin Netanyahu ha jugado en Washington y quiere seguir jugando a partir de este momento es la de que israelíes, palestinos y otros árabes deben estar aliados frente a la amenaza nuclear iraní. El pasado 23 de agosto el propio presidente Ahmadineyad presentaba públicamente su nuevo bombardero no tripulado de largo alcance bautizado con el apelativo de «Embajador de la Muerte». ¿Hace falta mayor clarificación? ¿Se imagina alguien lo que pueden llegar a representar aliados de Irán como Hizbolá o Hamás si Teherán controla armas nucleares? No hace falta explicar el interés con el que los jordanos están buscando fórmulas diplomáticas que permitan sentar las bases de un futuro eje árabe-israelí que permita contestar a una agresión iraní en un futuro inmediato. Y Netanyahu, que sabe que no tiene en la Casa Blanca el respaldo del que disfrutó Israel en el pasado, tiende la mano a los árabes. Pocas cosas unen más a los hombres que un declarado —o percibido— enemigo común. Ahí estamos.