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03/02/2013 | Es el coltán, estúpido» (o no)

Eduardo S. Molano

Desde 1998, al menos cinco millones de personas han perdido la vida en la República Democrática del Congo en un conflicto enquistado por los decenas de grupos rebeldes que operan al este del país.

 

A Dang Hui le gustaba hablar claro. Es octubre de 2008 y este joven asiático residente en la localidad de Bukavu, al este de la República Democrática del Congo, no tenía tiempo para demasiados análisis políticos.

«Es el coltán, estúpido. El causante de todas las miserias de la región es la simple mala gestión de sus recursos», aseveraba entonces con sorna a este diario.

Hui sabía de lo que hablaba. Por entonces, este locuaz personaje era gerente de una de las compañías «intermediarias», Jianya Metal Technology (JMT), dedicadas a la comercialización de un mineral, cuyas reservas mundiales se encuentran localizadas -en casi el 83%- al este del Congo.

Su importancia no es menor. Pese a que el imaginario colectivo ha dotado a la palabra coltán de una identidad propia, tan sólo es una abreviatura de la columbita y la tantalita, en una creación eufemística que no logra esconder la total amoralidad del tráfico de este producto.

No en vano, un reciente informe del Senado congoleño señalaba que, entre enero y septiembre de 2009, las provincias de Kivu Norte y Sur (donde se encuentra Bukavu) exportaron cerca de 574 toneladas de este mineral hacia Estados Unidos, Bélgica, Holanda y Alemania, con un valor de mercado de 400 dólares el kilogramo.

Sin embargo, el recurso de culpabilizar -en exclusiva- de los males de la región a este mineral también es falaz. No solo por el peso relativo alcanzado por otros minerales, caso de la casiterita, sino también por la facilidad de exculpar a los actores locales de su xenofobia y odio racial.

Desde 1998, al menos cinco millones de personas han perdido la vida (esta cifra, ampliamente difundida, corresponde a la organización International Rescue Committee y tiene en cuenta también las víctimas provocadas por la malnutrición y demás enfermedades) en un conflicto enquistado por los decenas de grupos rebeldes que operan al este del país.

Aunque, sobre todo, por la ineficiencia de los acuerdos de paz gubernamentales.

Por ejemplo, como señala el analista Jason Stearns, autor de «Dancing in the Glory of Monsters», tras las negociaciones que comenzaron en Lusaka en 1999 y culminaron en el Acuerdo Global de 2002, el grupo Reagrupamiento Congoleño por la Democracia -respaldado por Ruanda- pasó de controlar un tercio del Congo al 2-4 por ciento de representación en las instituciones nacionales.

En respuesta, las elites tutsis ruandesas crearon el Congreso Nacional para la Defensa del Pueblo (CNDP), liderado por Laurent Nkunda. Un grupo armado para sustituir a otro.

¿Su contrapartida? La milicia hutu de las Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda (FDLR) -facción rebelde formada, en gran parte, por ex miembros de la guerrilla 'Interahamwe', quienes llevaron a cabo el genocidio de Ruanda en 1994 y se refugian ahora en el este del Congo.

«El problema son los intereses cruzados. La comunidad internacional no tiene una verdadera disposición en acabar con el conflicto», reconocía a este diario recientemente el coronel congoleño Baliwa Flamand.

No es para menos. Pese a su beligerancia, las estimaciones más realistas establecen que, en la región, tan solo operan entre cinco y seis mil rebeldes congoleños (ligados a cerca de 17 milicias), así como tres mil combatientes ruandeses (en su mayoría, del FDLR). Eso sí, sus negocios no son menores. Y no solo coltán.

En 2005, un informe de Human Rights Watch denunciaba que la sudafricana «AngloGold Ashanti» subvencionó a la milicia congoleña Frente Nacionalista e Integracionista para garantizar la protección de la mina de oro de Mongbwalu. En sus alrededores, cerca de 2.000 personas fueron masacrados.

«Si esto fuera un enfrentamiento abierto, hace tiempo que los grupos rebeldes se habrían acabado. Sin embargo, tanto la orografía del terreno como la falta real de compromiso por parte de Occidente, impiden un mayor éxito de nuestra misión. Hasta que no se acabe con su financiación, la infamia continuará», denuncia Flamand.

Y ahora, parece también acrecentarse.

A principios de abril, decenas de excombatientes de la milicia tutsi Congreso Nacional para la Defensa del Pueblo desertaron de las fuerzas estatales y generaron un nuevo movimiento denominado M23 (en honor a los acuerdos de paz del 23 de marzo de 2009 que desmovilizaron a esta partida armada).

Para el Gobierno de Kinshasa, el único objetivo del nuevo grupo era proteger a Bosco Ntaganda, comandante del CNDP antes de que esta milicia se integrara en el Ejército congoleño en 2009 y quien cuenta con una orden de detención por parte del Tribunal Penal Internacional por crímenes de guerra. Sin embargo, los rebeldes siempre han negado esta relación causa-efecto y aseguran que su huida se debe a las «inhumanas» condiciones de vida que sufrían en el Ejército, así como al impago de salarios.

«Según estos acuerdos, el Gobierno de Kinshasa estaba obligado a garantizar una amnistía a los presos políticos, la integración de los grupos armados en las fuerzas estatales, proporcionar seguridad a la población tutsi, así como promover el retorno de los refugiados. Sin embargo, nada de esto se ha producido», lamentaba a ABC Bertrand Bisimwa, portavoz de ala militar del M23.

Por ello, la solución política no parece sencilla. Por un lado, Kinshasa deberá fortalecer sus instituciones, promover la descentralización y tranquilizar a la comunidad tutsi que reside al este del país. Por el otro, Ruanda -a quien un reciente informe de Naciones Unidas acusaba de subvencionar al M23- deberá aclarar si es real o no su compromiso para acabar con la miseria regional.

Mientras tanto, Dang Hui continuará haciendo negocio con el coltán.

ABC (España)

 


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