Paul Krugman, premio Nobel de Economía y columnista del periódico The New York Times, ha sido muy crítico con las medidas económicas del presidente Obama. Cree que sus paquetes fiscal y bancario van a fracasar. Krugman, quien es más izquierdista que el mandatario estadunidense, piensa que la Casa Blanca se ha equivocado al negociar con los republicanos, lo cual ha significado rasurar partes importantes de las iniciativas legislativas. Según él, las políticas de Obama se quedarán cortas para resolver la profunda recesión en ese país.

Fiel a su estilo apasionado, Rahm Emanuel le ha contestado a Krugman en una entrevista en la revista The New Yorker. Dice el jefe del gabinete (chief of staff) de Obama que el columnista escribe bien pero que no conoce el proceso legislativo. “¿Cuántas iniciativas ha pasado?”, se pregunta con sarcasmo. Para remarcar su punto, Emanuel se levanta de su silla y la ofrece a todos aquellos que, como Krugman, han criticado a la administración de Obama por tratar de conseguir votos de legisladores de oposición: “Cuando quieran, les dejo esta silla”.

¿Quién tiene la razón? Emanuel o Krugman? ¿El político o el columnista? En los hechos lo veremos. Si la economía de Estados Unidos se recupera en 2010, pues será Emanuel. Si no, pues será Krugman.

Independientemente de quien tenga la razón, me parece interesante encontrarme con un debate tan parecido al que cotidianamente tenemos en México. Las diferentes posturas entre el político y el columnista. El político que está para conseguir los votos en el Congreso. El columnista que está para analizar y criticar las decisiones gubernamentales. Uno que gobierna al Estado. El otro que cuestiona cómo se gobierna.

Los dos cumplen una función relevante en toda sociedad democrática. Sin políticos, un Estado no podría resolver los problemas colectivos de la sociedad. Sin columnistas, un Estado no tendría visiones críticas de lo que está ocurriendo. Más aún, ambos personajes se retroalimentan. Sin políticos, los columnistas no tendrían material de trabajo. Sin columnistas, los políticos no tendrían opiniones independientes acerca de lo que están haciendo. Krugman necesita a Emanuel y viceversa. La sociedad los necesita a ambos. No es que esté tratando de defender mi papel como columnista que soy. Lo mismo pensaría si es que mañana cambiara de profesión.

Por lo demás, confieso que el tema me parece fascinante. Quizá por la empatía que siento con Krugman. Me ha tocado estar en el mismo papel. En este espacio he sido crítico de iniciativas legislativas que he considerado que van a fracasar. Fue el caso, por ejemplo, de la reforma a Pemex. Sostuve —y sigo sosteniendo— que se quedará corta para resolver el problema petrolero de México. Critiqué a la administración de Calderón por negociar, promulgar y hasta festejar una reforma que la oposición le rasuró. No dudo que, como Emanuel, haya habido del otro lado gobernantes a quienes les disgustó esta crítica. Y lo acepto: los columnistas vivimos en la comodidad de ejercitar la pluma y no en la difícil labor de conseguir votos en el Congreso.

Estoy convencido de que la labor del político y la del columnista (o del comentarista profesional, si se prefiere) son fundamentales y complementarias en una democracia. El político vive en el mundo del ser. El columnista gusta de recordar el deber ser. Supongo que Krugman, un hombre de una inteligencia dotada, entiende a la perfección lo duro que es gobernar y conseguir los votos en el Congreso. El quid pro quo inherente al ejercicio del poder. Pero eso no significa que tenga que renunciar a su análisis basado en teorías, evidencia empírica y algunas convicciones. También supongo que Emanuel, un político de gran habilidad, entiende bien el valor de criticar al gobierno en los medios porque, a veces, la crítica ayuda a espabilar a los gobernantes.