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19/07/2010 | México - Las mañanitas de la muerte

Jean Meyer

¿Que la masacre empezó después de 2006, por una decisión irreflexiva del presidente Calderón? ¿Qué es un fenómeno típicamente mexicano, porque somos corruptos y malos? ¿Que el mexicano lleva un gen de la violencia, heredado del sacrificador mexica y del conquistador español? ¡Válganme Dios y el santo niñito de Atocha! Tenemos la memoria corta y nos encantan los mitos mentirosos.

 

¿Se les olvidó aquella mañanita de septiembre del año de gracia de 1998? Perdón, lectores nacidos después de 1980, no tengo derecho a culpar su memoria.

Aquel jueves, a las 4:30 de la mañana, la señora María Elías fue despertada por lo que pensó ser cohetes en honor del santo del día, perdón, en honor del señor cura Hidalgo, puesto que era un 16 de septiembre, si mal no recuerdo. En el rancho del Rodeo, del otro lado de la carretera de su barrio, El Sauzal, Ensenada, BCN, una docena de hombres vestidos de negro —les decíamos ninjas en aquel entonces— habían bajado de sus camionetas y pick-up. Sacaron de su cama 21 niños, mujeres y hombres del rancho, les ordenaron tirarse en el suelo, boca abajo sobre el cemento del patio y los masacraron a quemarropa con sus Uzis y AK-47 que ya llamábamos “cuernos de chivo”. Sólo dos personas sobrevivieron a la masacre; entre los muertos, siete niños y niñas. Recuerdo el comentario del capitán de la Federal de Caminos: “Parecía una escena de Rambo”.

Dos años antes de la llegada de la oposición a la Presidencia, siete años antes de que el segundo presidente panista declarara la guerra al crimen organizado. El director del periódico californiano Zeta, el heroico Jesús Blancornelas, que había milagrosamente sobrevivido a un atentado en Tijuana, pero no tardaría en ser efectivamente asesinado por los sicarios del narco, escribió en aquel entonces que “Baja puede volverse otra Colombia”. Ensenada ya era, a cien kilómetros de la frontera de EU, una base estratégicamente vital para los hermanos Arellano que tenían su base en la vecina Tijuana. La masacre del Rodeo tenía por blanco a Fermín Castro, un “teniente” de los Arellano, ex maestro bilingüe, vuelto todo un ganadero, organizador de jaripeos y productor de mariguana. Con él, los sicarios mataron a su esposa, a sus hijos, a su hermana y al cuñado, algo que, supuestamente, violaba todas las reglas de las mafias. ¿Venganza del cártel de Ciudad Juárez o iniciativa de los Arellano, ya responsables de más de cien asesinatos en los ocho primeros meses del año de 1998? Poco importa, ya estaba la guerra en pleno.

En cuanto a nuestra violencia, supuestamente genética (¿motivo de orgullo? ¡Viva Villa!), ¿sabe usted que entre este año preciso de 1998 y 2008, la ciudad venezolana, la capital Caracas, ha pasado de 63 a 127 homicidios anuales por 100,000 habitantes, mientras que nuestro México veía bajar la tasa hasta la cifra de 9 por cien mil? Venezuela, bajo la batuta de un presidente que se sueña vitalicio, ha sufrido en 2008 14,500 homicidios y 16,500 en 2009: tiene 27 millones de habitantes con 12 millones de armas de fuego. Con El Salvador, Venezuela es uno de los dos países más violentos de América Latina y Caracas es la capital más violenta del continente. La desgracia del prójimo ni es consuelo, ni exime de culpa.

En los últimos años la mafia siciliana ha sido bastante discreta, pero no menos activa, mientras que sus hermanas la Camorra napolitana y la ‘Ndrangheta calabresa llaman la atención de los medios por su violencia espectacular, una violencia antigua, eterna, como estas organizaciones criminales, una violencia para nada “mexicana”. Hace dieciocho años, cuando la mafia mató al general Dalla Chiesa, encargado de la lucha contra ella, al líder del Partido Comunista en Sicilia, y a los principales y valientes jueces que la enfrentaban, la capital regional, la hermosa Palermo “era una orgía de sangre. Los asesinos deambulaban por las calles en grandes motos a plena luz del día, disparando casi con indiferencia. Abandonaban cadáveres decapitados en coches estacionados en la estación del FFCC, quemaban cadáveres en las calles del centro, arrojaban cadáveres a las puertas de las comisarías. Era una atmósfera despiadada, de una arrogancia terrible, escribió el juez que presidió el gran juicio de Palermo”. Hubo juicio, un grandísimo juicio, y el Estado italiano, sus jueces, sus policías valientes e incorruptos ganaron esa batalla. ¿Ganaron la guerra? Eso es otra historia. Es nuestra historia, es una historia mundial.

Es una guerra inevitable. Cambiará de forma, pero seguirá, permanente, eterna.

jean.meyer@cide.edu

El Universal (Mexico)

 


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