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El Universal (Mexico)

 

25/03/2007 | México - Inseguridad nacional

Jean Meyer

" Criminalidad desbordada. Elementos que van desde niveles casi nulos de capacitación hasta personal de alta calificación, pero de reconocida inmoralidad", "y la seguridad fueron los ejes de los tres principales candidatos"; "inseguridad aniquilante: se cree que con buenos deseos se puede combatir a ese monstruo ingobernable"; colombianización de México: según el BID, la inseguridad nos cuesta 130 mil millones de dólares, o sea 15% del PIB, en segunda posición en América, justo después de Colombia".

 

Escojo al azar algunos de los artículos publicados en la prensa nacional, a la hora de las elecciones presidenciales del año pasado. Los candidatos le habían dado mucha importancia al tema de la inseguridad, del cual el narcotráfico es sólo uno de los capítulos, como los otros candidatos, todos sensibles a la inquietud de la nación, de los electores. En sus primeros 100 días el Presidente ha manifestado su deseo de hacer algo y ha lanzado al Ejército para dar palos que deseamos no sean de ciegos.

La batalla entre el Estado y el crimen organizado tiene una importancia que a nadie se le puede escapar, pero va para largo y el Estado no dispone de una evidente ventaja. Nadie puede desear una derrota de Felipe Calderón porque es un asunto vital que rebasa por mucho los intereses de los diversos bandos políticos. No se vale decir que el jefe del Estado manda el Ejército contra los narcos, o extradita a los capos, para distraer nuestra atención de los verdaderos problemas o para conseguir legitimidad con un nuevo tipo de quinazo.

El problema es demasiado real. La verdadera pregunta es: ¿tiene nuestro Estado los elementos necesarios para ganar esa guerra? Cuando, en su primer viaje a Europa, el Presidente mexicano declara que nuestro país "corría el riesgo de ser dominado por el crimen", utilizó de manera optimista un tiempo en pasado: "corría". Los expertos piensan que México corre todavía ese riesgo. El mismo Presidente dijo, en entrevista a El País (21 de enero), que "si la corrupción permea la autoridad y, en parte, los cuerpos policiales locales, muy poco podemos hacer". Pero todos sabemos muy bien que la corrupción permea los cuerpos policiales locales, los de los estados, los de la Federación, el Ejecutivo de municipios, estados y secretarías, las Fuerzas Armadas y, lo que es peor, la justicia. Para cada una de tales instancias, debemos decir respetuosamente y de manera optimista, como el Presidente, "en parte", pero me temo que sea un voto piadoso.

Hace más de 20 años que la Secretaría de Gobernación recibe, o recibía, la ayuda de gobiernos europeos para fortalecer la seguridad pública, para formar una policía fiable y eficiente, para acabar con prácticas como la corrupción y la tortura sistemática. Después de tanta cooperación internacional es triste pero inevitable constatar que la inseguridad ha aumentado de tal manera que es un problema nacional, que afecta ya no sólo a los particulares sino al Estado mismo, en todos sus niveles.

De acuerdo con nuestro sistema de derecho, la seguridad pública se define como "la función a cargo del Estado que tiene como fines salvaguardar la integridad y derechos de las personas, así como preservar las libertades, el orden y la paz pública (.). Esta función estará a cargo de la Federación, el Distrito Federal, los estados y los municipios y se llevará a cabo principalmente a través de las autoridades de Policía Preventiva, del Ministerio Público, entre otras, y cuyo desempeño se regirá por los principios de legalidad, eficiencia, profesionalismo y honradez", según reza el artículo tercero de la ley general que establece las bases de coordinación del Sistema Nacional de Seguridad Pública. ¡Espléndido, perfecto! Como lo es la misma ley cuando precisa que el Estado debe combatir las causas que generan la comisión de los delitos y conductas antisociales, y también fomentar en la sociedad los valores culturales y cívicos que induzcan al respeto a la legalidad. No sé si reír o llorar, por lo bonito de las intenciones y por la inmensa distancia que separa dichas intenciones de la realidad.

Leo en un análisis realizado por un experto (que por lo pronto pide confidencialidad) que "puede decirse que el crimen organizado no sólo ha rebasado la capacidad de las instituciones encargadas de procurar la seguridad pública, sino que las ha invadido por corrupción y connivencia, propiciando amplios márgenes de impunidad en todos los ámbitos y niveles de la delincuencia".

Francia conoció una situación semejante al final de su revolución y gran parte de la popularidad de Bonaparte, quien no era todavía el emperador Napoleón, se debió a la rápida eficacia con la cual creó una gendarmería que acabó pronto con el crimen organizado que asolaba al país. Otro país europeo, España, después de 70 años de invasión extranjera y guerras civiles, tenía la fama de ser el país más inseguro del continente cuando, en pocos años, una institución creada ad hoc, la Guardia Civil, restableció la seguridad.

México sufría la misma triste condición que España, más o menos en la misma época, a fines del siglo XIX. Porfirio Díaz logró acabar con los bandidos de camino real, restableció la paz en el campo con los rurales y en la ciudad con un nuevo cuerpo de policía. Hay que saber que pudo contar con una justicia incorrupta. El mismo fenómeno se repitió al final de la Revolución Mexicana, cuando el bandolerismo asolaba por parejo el campo y la ciudad, las provincias y la capital (acuérdense de la famosa banda del automóvil gris, cuyo desmantelamiento reveló complicidades al más alto nivel del Estado): los generales-presidentes vencedores, desde Obregón hasta Cárdenas, supieron restaurar la seguridad pública.

Es cierto que el México de 2007 no es el de 1880, ni de 1920, ni de 1930; tampoco es comparable a la Francia de 1800 o a la España después de las guerras carlistas, pero esas experiencias históricas nos enseñan que sí se puede derrotar a la inseguridad y construir una fuerza pública limpia y eficiente.

jean.meyer@cide.edu

Profesor investigador del CIDE


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