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14/09/2009 | ¿Política cristiana?

Jean Meyer

Muchas personas son motivadas, consciente o inconscientemente, por el sentimiento religioso que hay en ellas; para algunas, nada es tan motivado por el recóndito sentimiento religioso como su militancia política. Por su sensibilidad, su hondo sentimiento de solidaridad responsabilidad y de culpa también.

 

Lo dijo todo el gran escritor francés Charles Péguy, caído en los primeros días de la guerra en 1914: “Nuestro primer deber religioso —y en consecuencia social— consiste en arrancar a los miserables de su miseria, en lograr que los miserables traspasen de alguna manera el límite fatal de la perdición. Perdición del cuerpo y del alma. Un solo miserable basta para condenar a una sociedad. Es suficiente que un solo hombre sea dejado en la miseria para que el pacto religioso y social que se nos ha dado como un deber sea nulo, imposible, absurdo. Mientras haya un solo hombre fuera, la puerta que se cierra ante él cierra —encierra— a quienes están adentro en la ciudad de la injusticia y del odio”.

Más o menos en el mismo momento, León Bloy escribía que el dinero es la sangre de los pobres, el sudor de sangre de Cristo en el Jardín de los Olivos, en aquella noche de jueves…

Ahora bien, resulta que pocas sociedades pueden pretender que en ellas el pacto religioso y social existe, se cumple, progresa. Casi todas nuestras sociedades contemporáneas son ciudades de la injusticia y del odio, del despilfarro y del consumismo sin freno. No se salvan las que viven bajo un sistema dizque comunista o socialista, y las únicas que se alejan de la injusticia y del odio, sin llegar a la justicia y al amor, son las regidas por el pragmatismo de una socialdemocracia bastante socialcristiana, como en Europa del norte. Excepciones que confirman la regla.

Sociedades católicas en su mayoría, como la nuestra, parecen ignorar por completo la afirmación contundente de Charles Péguy, contundente sin ser original puesto que este mensaje llena los evangelios; la buena nueva anunciada por Jesús, corre en los escritos de los padres de la Iglesia, de Tomás de Aquino y de tantos otros autores de una doctrina social y económica cuya última etiqueta fue “la opción por los pobres”.

En febrero de 1977, un sacerdote conservador fue nombrado arzobispo en un pequeño país hermano de México. El hombre era modesto y bueno, y conservador. No se esperaba gran cosa del nuevo prelado afecto a los libros de teología. En cuestión de meses, de semanas, su responsabilidad en un país muy pobre y trastornado por la violencia lo transformó. En su conversión, el arzobispo de San Salvador, Óscar Romero, tomó la medida de la tragedia que significaba la pobreza en su país. Vio con nuevos ojos a los niños que morían de disentería y a los pueblos devastados por la malnutrición, la falta de trabajo y la desesperanza.

No tardó en identificar las causas políticas y económicas de esta “ciudad de la injusticia y del odio” y dedicó los tres últimos años de su vida a los pobres. De cierta manera, su historia es demasiado clásica, es sólo otra historia de santos. Santo y mártir, puesto que su conversión le valió ser asesinado en su catedral, al pie del altar. Al decir santo, anticipo una decisión de la burocracia vaticana, pero la causa de su beatificación está abierta y muy seriamente documentada.

Dos años después, cuando el Papa polaco vino a Puebla en 1979, todos los obispos de América Latina reunidos en esta ciudad proclamaron: “Del corazón de América Latina, un grito sube a los cielos, siempre más fuerte, siempre más imperativo. Es el grito de un pueblo que sufre, el grito de los pobres”. Y los obispos intitularon uno de los capítulos de su documento: “La opción preferencial por los pobres”.

En 1986, cuando los obispos de Estados Unidos publicaron su pastoral sobre la economía, retomaron la opción preferencial por los pobres como base de su análisis de la situación en el país más rico y poderoso del mundo. En 1994 volvieron a recordar que “nuestras comunidades parroquiales están juzgadas en función de su servicio para ‘los más pequeños’, los que pasan hambre, que no tienen un techo, sin trabajo, enfermos, los que se encuentran en la cárcel, los extranjeros”.

¡Hermoso programa! Programa machacado por Juan Pablo II y por Benedicto XVI. Bien lo dijo el gran teólogo alemán Jürgen Moltmann: “Leer la Biblia con los ojos del pobre no es lo mismo que leerla con la panza llena. Cuando se lee a la luz de la experiencia y de las esperanzas de los oprimidos, los temas revolucionarios de la Biblia, la promesa, el éxodo, la resurrección y el espíritu toman vida”.

jean.meyer@cide.edu

**Profesor investigador del CIDE

El Universal (Mexico)

 


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