Bien entendido que el budismo no es una religión en el sentido que poseen las tres religiones monoteístas (la hebrea, cristiana e islámica) fundadas sobre la existencia, el monoteísmo, de un solo Dios. El propio Dalai Lama ha definido esa divergencia capital: “Según Buda la condición humana es suprema. El hombre es dueño de sí mismo y no hay ser ni potencia más elevada que ella”.

La proposición del karma (acto) implica que cada acto (karma) que realiza el hombre tiene consecuencias y, por tanto, que sólo él es responsable de su evolución. La liberación absoluta (nirvana) es la superación del ego y la asunción de la compasión (cualidad del corazón) y la sabiduría (cualidad del espíritu) aunque el Dalai Lama afirma que existe un nivel más alto o superior al nirvana, ese estadio superior es el mahaparinirvana que es la iluminación suprema. En suma, ese ascenso es una conquista humana. La paz gravita, esencialmente, sobre el budismo tibetano.

Instalado, el Dalai Lama, desde 1959 en la India, en Dharamsala, su actuación mundial ha sido doble: mantener el budismo en su dimensión espiritual y mantener la idea de la independencia del Tíbet. La difusión del budismo (en Europa y otras partes del mundo) ha estado asociada a las prácticas de las distintas modalidades del yoga y otras formulaciones culturales de Asia.

China, históricamente, siguiendo la tradición imperial de Inglaterra en Asia, ha sostenido la hipótesis de la pertenencia del Tíbet a China. La discusión es vasta y es inútil intentar sintetizarla en dos cuartillas y media. Lo que está claro es que China se abre al mundo y el viejo aislamiento maoísta vuela por los aires. Creciendo económicamente a niveles extraordinarios (9.1% entre 1995-2005 y 10.7% en 2006) convirtiéndose en una de las tres potencias exportadoras del planeta, China no puede sustraerse de la evolución del mundo. La impresionante cifra de los multimillonarios chinos (integrados en el Partido Comunista), la marea de usuarios de internet, pese a las prohibiciones y cautelas del régimen, que superan ya los 200 millones (en un país de mil 320 millones ciertamente), permite pensar en un estallido cultural.

Las contradicciones entre riqueza urbana y pobreza agraria no impiden hablar ya de 600 millones de chinos que ascenderán al consumo de la clase media y que exigirán, sin duda, que su nivel de alimentación de alta calidad está asociada a una irreversible demanda de energía. Los dos casos suponen, desde la hipótesis del karma, una mutación social y jurídico-política. Sede, China, de los Juegos Olímpicos, ello implicará una relación nueva con los derechos humanos y la contaminación ambiental.

En esas circunstancias, la revuelta de los monjes budistas (como el antecedente en la ex Birmania) en el Tíbet no es un episodio que pueda resolverse, solamente, desde la “seguridad nacional”. Plantea el ejercicio de formas superiores de convivencia que una civilización milenaria como la china, en el cuadro de una gigantesca mutación económica, no puede resolver sólo con fusiles. Un informe estadounidense sobre las inversiones en Investigación y Desarrollo —tema que es ajeno al debate de una clase política que osó debatir el tema del allanamiento de morada sin autorización del juez- señala que China aumenta, anualmente, entre 10 y 20% de esas inversiones. Eso implica otra sociedad. Tiene que asumirlo.

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