En suma, una perturbación histórica que arrastró, consigo, otra no menor: que los países del Este, liberados por la Unión Soviética, fueron convertidos en “Repúblicas Populares” por la URSS. Condujeron a Churchill, en Yalta, ante el fait accompli, a realizar, allí, una interrogación dramática: “Pero, ¿no entramos en la guerra, en 1939, para impedir que Polonia fuera invadida?”. Lo fue por la Alemania nazi y por la URSS. Se dividieron el país según las cláusulas secretas del Tratado común del 23 de agosto de 1939.

Lo cierto es que un gobierno polaco, en el exilio, se refugió en Londres ante la doble invasión. Al fin de la guerra la Unión Soviética no reconoció a ese gobierno y creó, sin más, una república a su medida enterrando la polémica sobre el fusilamiento de los oficiales polacos prisioneros de la URSS… hasta que Gorbachov no tuvo más remedio que crear la Comisión de Katyn (la floresta donde se encontraron los cuerpos de los 4 mil 500 oficiales con un tiro en la cabeza) que reconoció la culpabilidad de la URSS.

En el entretanto Polonia vivió la etapa de la Polonia soviética y el nacimiento de la guerra fría que permitía, a cada lado de la frontera ideológica del mundo, la barbarie de una sola filosofía y una sola responsabilidad. Las sociedades se acostumbraron a la versión de dos mundos (“capitalismo” y “socialismo”) desde una versión infantil. El problema era más profundo: la encrucijada del ser humano ante el cambio del mundo. En Polonia, en los astilleros de Gdansk, el sindicalismo de Lech Walesa se enfrentaría con el poder monolítico. Desde el levantamiento de los obreros en el Berlín del Este, en 1953, cuando ello parecía imposible, no se había conocido en el Este una rebelión —salvo la de Hungría en 1956— como la que encabezó el movimiento obrero “Solidarnosc” frente a un régimen de una sola voz.

Cuando cayeron los muros, en 1989, Lech Walesa parecía ser, en Polonia, la representación de una nueva edad. Duró lo que duró. La resistencia no es el poder y Lech Walesa, asombrado de su propio éxito no supo hacer, desde el gobierno, la paz y la concordia. Fue superado y se descubrió, finalmente, lo difícil que sería a todos los pueblos del Este, incluyendo la Alemania democrática, la transformación, después de decenios de silencio.

La última aventura de la Polonia, después de haber sido integrada en la Unión Europea, ha sido el gobierno de los hermanos Kaczynki, gemelos en la simetría genética y representantes de la derecha ultra. Uno presidente, el otro primer mimistro. Parecían los actores de una comedia surrealista. Intentaron establecer una memoria histórica sobre los polacos que colaboraron con los comunistas. Era como arrojar al fuego hasta los curas y hombres y mujeres que, en un régimen de una sola versión del mundo, absorbe y paraliza las diferencias. La memoria histórica de los hermanos “K” era una sombra más en el pantano. Las elecciones del 21 de octubre han revelado, con la victoria de los liberales de Donald Tusk, que el país no podía soportar más un poder clerical y reaccionario que se erguía como el inquisidor del pasado. La votación (53.83% del censo) todavía está lejos de las democracias maduras de la Unión Europea. El Este sufre, aún, los 50 años de silencio. La corrupción y la dificultad de elegir con libertad se pagan con un precio muy alto. Después, hablar, decidir, sumar y no restar, se hace muy difícil. Tanto como aprender a hablar.

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