Al frente de una coalición de fuerzas derechistas, pese a la "autorreforma" de los ex fascistas, Silvio Berlusconi no ha ganado para sustos. Ha usado su despoder para liquidar, malamente, los procesos judiciales sobre sus monopolios mediáticos y otros desajustes legales casi permanentes. El dinero, en esas dimensiones, corrompe la política y la transforma en una economía, en el peor sentido de la palabra.

Es cierto, a su vez, que el derrumbe de los muros liquidó a la izquierda italiana que no ha sabido reestructurar, con una visión moderna del mundo, sus programas y sus pronósticos ideológicos y jurídico-políticos.

Esa grave carencia, esa incapacidad ostensible para establecer una previsión contemporánea del proceso derivado de la globalización, en la Edad de las Comunicaciones, revela la gravedad de la enfermedad, es decir, demuestra en qué medida la izquierda histórica, sometida a la hierática certidumbre de los dogmas, ha sido incapaz de situarse, con la cabeza clara e inteligente, en un mundo estremecido y traspasado por problemas que requerían no del cirujano autoritario que "corta por lo sano", sino la aplicación lúcida de una reflexión objetiva, que devolviera a la izquierda no al populismo caudillista, sino a una reinterpretación de la realidad.

Negándose, en principio, a contemplar los cambios del mundo con mesura ha tenido que aceptar, en Italia (y en otras "Italias" del mundo) que un mandamás de los dineros, ocupando espacios mediáticos desprovistos de toda proyección ética, gobernase desgobernando.

Los debates de Silvio Berlusconi con Romano Prodi, que encabeza la coalición de centro-izquierda, han demostrado, más allá de los insultos y gesticulaciones -Berlusconi ha llamado "gilipollas", públicamente, a los votantes contrarios- que la renovación de la clase política, en el espacio de las proposiciones, tiene mucho por delante. Prodi, que ha sido una personalidad de primer plano en las Instituciones europeas de Bruselas, tiene un inmenso sentido de la medida y, sin duda, de la responsabilidad, pero no pasa de ser un funcionario internacional que tiene que oponerse, sin escudo, a la fuerza del dinero y la prepotencia mediática.

La diferencia ha sido notoria en los debates donde Prodi ha tenido un mayor nivel. Ello es insuficiente, aún, para llenar el vacío dejado, a la vez, por el Partido Socialista, el Partido Comunista y, por ende, la Democracia-Cristiana. Ni los dos primeros partidos ni el tercero, cruzado también por los escándalos, han podido encontrar la brújula para pasar del debate de la Guerra Fría -¡Qué cómodo porque se podía arrojar toda la basura sobre el "otro" sin tener que probar nada!- al Diálogo de las Civilizaciones.

En el cuadro de ese desconcierto ético, un hombre como Berlusconi, cargado de dinero y "pistas judiciales", ha podido gobernar un país eminente y sabio en muchos aspectos. La herencia dogmática del pasado ha cerrado posibilidades y los electores, divididos, no saben qué partido tomar. Casi a las mismas horas italianas, una encuesta española revela que los jóvenes españoles que se declaran católicos ha disminuido del 77% al 49% y que la iglesia es la que mayor desconfianza origina (el 80%) en los jóvenes españoles.

No es una encuesta muy lejana a una italiana. El fondo, y no la forma, es el cuestionario esencial de una tragedia que convierte la política en una campaña televisiva y en un negocio.

Berlusconi sabe mucho de eso, pero no ha sabido transformar el despoder en poder.