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18/10/2008 | El ''regreso'' de John Maynard Keynes

Juan María Alponte

Los días finales de Jenny von Westfallen —tenía derecho al título de baronesa—, con cáncer de hígado, fueron terribles. Su esposo, Karl Marx —El Moro en el lenguaje familiar, al igual que Engels era El General, pero todos los miembros de la familia tenían motes—, estaba también enfermo de bronquitis que se complicó con pleuresía.

 

Esa situación, siéndole imposible ir hasta la habitación de su esposa, obligó a Karl Marx a decir: “Hay que volver la espalda a este mundo de infierno”. El día que al fin pudo ponerse en pie estuvo con su esposa. Se abrazaron. Ella le dijo en inglés —vivían en Inglaterra desde 1849 puesto que en toda Europa se expulsó a Marx, incluso los revolucionarios franceses de 1848— una frase admirable de precisión dolorosa: “Karl, my strength is broken”. En efecto, su fuerza se había quebrado. Años de sufrimiento y de necesidades. Engels, el notable Engels que ayudaba económicamente a toda la familia, dijo a las hijas: “Ahora que ella ha muerto (19 de diciembre de 1881) él nos abandonará pronto”. Sobre la piedra tombal de ella, quedan estas palabras: “Jenny von Westfallen, the beloved wife of Karl Marx”, la amada esposa de Karl Marx. Él murió el 14 de marzo de 1883.

En 1883 nació, en Cambridge, John Maynard Keynes en una mansión victoriana. Su padre, John Neville Keynes, era profesor de Lógica y Economía Política y tenía una función administrativa en la universidad. Por cierto, ese espíritu sagaz sobrevivió a su hijo. Murió, en efecto, a los 97 años, en 1949. La madre del futuro autor de la Teoría general del empleo, el interés y el dinero, Florence Ada, era un personaje brillante y con lucidez suficiente para tener un papel inapreciable en Cambridge tanto en la política como en las luchas literarias. Su inteligencia fue de un signo invaluable para el joven John que vio aumentar su familia, en 1885, al nacer Margaret y, en 1887, Geoffrey. “Una familia de la edad victoriana, con sólido confort y sin temor al futuro”. Eso dice uno de sus biógrafos (The life of John Maynard Keynes, de Rod Harrod) y recomiendo también la biografía escrita por Robert Skidelsky.

Ese ambiente refinado influyó en el éxito de sus estudios en Eton, donde el joven dandy tuvo honores en Matemáticas, Humanidades y Disertación Inglesa, amén de devorar los libros de la biblioteca (igual hizo Lawrence de Arabia), participando en debates políticos, interpretaciones teatrales y se convirtió en experto en poesía latina medieval. Tal dice, sin asombro, Michael Steward en su Keynes. Se entiende que al ingresar en el Kings College de Cambridge tenía ya reputación notable. Estudioso incansable, atiende, por su propio deseo, las cátedras de Filosofía de Whitehead y Bertrand Russell. Siempre, por cierto, le consideraron alumno excepcional. En Economía siguió a un maestro reverenciado: Alfred Marshall, de hermosa cabeza y enormes bigotes blancos. Otro economista inteligente (no abundan como se demuestra en las “depresiones”), Galbraith, dice de Marshall que tenía “la reputación de profeta con aura de santo” (Galbraith, The age of uncertainty, libro escrito en 1977, pero cuyo título, La edad de la incertidumbre, parece de hoy) y en suma, tuvo maestros relevantes. Su nota final en Economía no fue muy buena. Keynes, con su habitual “humildad”, lo explica así: “Yo sabía mucho más de economía que mis examinadores en ciencias económicas”. Karl Popper, el filósofo a quien me remitía aquí en días pasados, días sin cabezas ni ideas, afirmó implacable que no se puede hablar de “ciencia económica”.

Lo cierto: un año después de su graduación, Keynes se presentó a los exámenes del civil servant (funcionario público) y fue trasladado a la Indian Office del Ministerio de Asuntos Indios. Dimitió rápido y regresó a Cambridge (como maestro de Conferencias de Ciencias Económicas) convirtiéndose en miembro del Kings College. Una vida comenzaba.

El “regreso” de John Maynard Keynes

(Segunda parte)

Al contrario que Karl Marx, que pasó necesidades materiales terribles (dijo que nadie escribió sobre El capital con tantas angustias de capital), Keynes no conoció nunca ese problema.

Lo cierto es que, en el admirable mirador universitario del Kings College de Cambridge se fundieron grupos de jóvenes intelectuales (además de los llamados Apóstoles en los que participó) entre los cuales estaban talentosos y talentosas libres, moral y sexualmente: Lytton Stragey, Leonard Wolf, Clive Bell y Moor el filósofo. Entre ellas destacaron figuras que serían famosas, como Virginia Wolf, que todavía hoy su vida forma parte de la leyenda, como el caso de Vanessa Bell.

Ese grupo, que sintetizo por el espacio, fue bautizado, en Londres, como el Bloombury Group. Ha transitado al imaginario colectivo británico. Más aún después del Lytton Strachey de Michael Holroy, publicado en 1967, se reconoce, sin más, la etapa homosexual de John Keynes y su relación con el pintor Duncan Grant. Los historiadores ingleses, con la trágica historia de Oscar Wilde en su memoria, tocaron con madurez ese periodo de Keynes sin juicios de valor, es decir, atenidos a su genio científico. Lo cierto es que Keynes abandonó después el Grupo Bohemio Bloombury y el de los Apóstoles para asumir su vida adulta al estallar la Primera Guerra Mundial en 1914. Por su significación intelectual no fue movilizado. Ingresó en el equipo de economistas del Tesoro. Tenían a su cargo los problemas económicos y financieros de la contienda. Keynes tenía ya un prestigio notable. Al finalizar la contienda, en 1918, Keynes fue incorporado a la delegación inglesa en el Tratado de Paz (Tratado de Versalles) donde se impuso la hipótesis de que Alemania debía pagar reparaciones económicas. Lloyd George, primer ministro de Inglaterra (1916-1922) interrogó a Keynes pensando que opinaría como él. Se equivocaba. Keynes no era un hombre del “Sí, señor”. Su respuesta: “Con el más grande respeto, dado que usted me pide mi opinión, le diré que yo creo que su exposición no vale nada”. Keynes no era un hombre del “Yes, sir”.

Le pidieron que analizara el monto posible de las reparaciones alemanas. Mesurado, señaló que Alemania podría pagar, sin problemas, 2 mil millones de libras esterlinas en plazos escalonados. Inglaterra pedía 24 mil millones. Se opuso diciendo “que no tenía sentido y que los banqueros que lo aconsejaban no sabían nada de economía”. Señaló que “Alemania pagaría con papel y no con producción; que ello generaría una inflación imparable”. El marco tuvo 12 ceros y la inflación con el desempleo, 6 millones, haría posible que un demagogo llegase al poder: Hitler.

Keynes con raro valor en un funcionario, dimitió de su cargo en el Tesoro y escribió un texto, profético: The economic consequences of the peace. Su previsión, dura e implacable, valerosa y sin ningún temor al poder, ha llegado hasta nuestros días. Su profecía: “Sin que pase mucho tiempo tendremos una nueva guerra que, sea el que sea el vencedor, destruirá la civilización y el progreso de generaciones”. Hitler le corroboraría. Previamente argumentó que era preciso prefinanciar las reparaciones alemanas con una especie de plan especial de forma que no se produjeran consecuencias, dijo, “catastróficas”. Sus crónicas en el Manchester Guardian y en The Nation se hicieron famosas.

Por lo demás, fiel a su vida independiente y lúcida, ganó mucho dinero en transacciones en la Bolsa (ganó 500 mil libras esterlinas de aquellos días) y cuando pasó por Londres el famoso Ballet de San Petersburgo, se enamoró de la primera bailarina, Lydia Lopokova, y se casó con ella. Su libro The economic consequences of the peace fue un bestseller y no menos importante, su A tract on monetary reform. Quede, lo bailado con la primera bailarina, y sus aportaciones económicas para el texto siguiente.

El “regreso” de John Maynard Keynes


(Tercera y última parte)

La regulación de los mercados devuelve a Keynes a la economía mundial que desde 1944 —Tratado de Bretton Woods— y desde el nombramiento de Greenspan a la cabeza de la Federal Reserve, en 1987, controlaron las grandes proposiciones financieras. El Fondo Monetario y el Banco Mundial, instituciones claves de Bretton Woods, y el control de la primera economía del mundo por Greenspan desde hace casi dos décadas contribuyeron a una centralización “privada” y a los grandes dilemas económicos del mundo.

Es cierto que la Gran Depresión de 1929 evidenció una crisis en profundidad que colocó la economía de Estados Unidos y el mundo ante un precipicio.

Las medidas públicas, casi keynesianas, de Roosevelt (desde 1933 a 1945) generaron un respiro al desempleo masivo y la crisis. Aun así hasta 1940 (ya en marcha la Segunda Guerra Mundial), EU no superó el PIB per cápita de 1929 y sólo en 1941, en el curso de la Segunda Guerra Mundial, se recuperó la economía que, en 1945, apareció como el único poder. La Conferencia de Bretton Woods, un año antes, articuló el proceso.

El sistema en Inglaterra, después de la Primera Guerra Mundial, obligó a Keynes a intervenir ante Churchill (The economic consequences of Mr. Churchill) demoliendo sus ideas. Le señaló que sus medidas conducirían a la inflación y mantendrían el desempleo. Aconsejó al canciller Churchill a realizar grandes obras públicas.

En 1935 apareció el texto gigante de Keynes, Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero (así la publicó el Fondo de Cultura Económica en 1943) que ratificaba las grandes proposiciones de A tract on monetary reform (1923) y su posterior antecedente: A treatise of money (1930).

No obstante, Keynes se encontró, pese a las catástrofes, con una oposición que mantenía, como fundamento doctrinario, el liberalismo económico, la no intervención del Estado (de ninguna manera defiendo la otra proposición del “Es-tado patrón” totalitario) y la autorregulación por vía de la “mano invisible”.

El talento de Keynes, aun cuando estaba en la Comisión Mac-Millan para las Finanzas y la Industria, se encon-tró con la oposición a su proyecto de los trabajos públicos, es decir, a la creación de fuertes infraestructuras para crear empleo.

Galbraith, el economista estadounidense asume, con claridad, que la primera mitad del siglo XX es la Edad de Keynes, The Age of Keynes. No duda en definirle como el “Mandarín de la Revolución”.

Esa gran batalla le hizo sufrir. Sus confrontaciones con los poderosos fueron, para su sensibilidad, un problema donde voluntad y realidad se encaraban.

Lo pagó. Como lo pagó la salud de Karl Marx, contendiendo, además, con su hogar con periodos de miseria.

Galbraith, de los pocos, lo señala: “Los últimos años no fueron tiempos nada felices para Marx. Su salud fue mala además de los abusos cometidos con la comida, el sueño, el tabaco y el alcohol”. Galbraith en su libro The age of uncertainty, subraya ese diálogo imaginario entre Marx y Keynes.

No deja de advertir, a su vez, que “la influencia de Marx no disminuyó con su muerte”.

En el caso de Keynes su regreso, su retorno filosófico ha sido más fuerte, ahora, que en la Gran Depresión de 1929.

En 1944 formó parte de la delegación inglesa en Bretton Woods, pero su gobierno le suplicó que no polemizara con su discípulo, el secretario del Tesoro de EU, presidente de la Conferencia, porque Inglaterra requería, para sobrevivir, un préstamo urgente de EU.

Keynes era amargamente consciente de esa realidad y pese a que Roosevelt, para hacer frente a la Gran Depresión y el desempleo, utilizó muchas de las medidas keynesianas, jamás se abrió a un verdadero diálogo con él. La enfermedad cardiaca que le había derribado ya en 1937 le arrebató la vida en 1946. Tenía 62 años. Herético, un tiempo, el tiempo renovado nos lo ha devuelto. No hay mano invisible.

El Universal (Mexico)

 



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