A lo anterior debemos sumar la prolongación del conflicto israelí-palestino, los cuestionamientos dentro y fuera de EU acerca de los límites reales de su poderío militar, la multiplicación y atomización de agrupamientos terroristas por doquier y el surgimiento de nuevas amenazas a los intereses occidentales que no necesariamente están vinculados a los orígenes de Al Qaeda y de sus cabecillas.

Muy probablemente hoy, a nueve años de los ataques, el mundo es todavía más adverso a los intereses de EU (y, si se quiere, de Occidente) que en ese entonces. Basta con abrir un periódico al azar para encontrar evidencias de que ni Afganistán está pacificado ni Irak democratizado ni el conflicto en Medio Oriente más cercano a resolverse. La misma lectura arroja que por todas partes surgen y crecen grupos fundamentalistas y/o terroristas con vocación islámica, encontrando generalmente al menos tácita aceptación cuando no franca simpatía de las poblaciones locales y a veces de sus gobiernos.

Todo eso era probablemente previsible, pero lo que me parece verdaderamente preocupante es la forma en que tanto en EU como en Europa asoma la cabeza, sin pena ni rubor alguno, el feo monstruo de la intolerancia y la discriminación.

En Francia, como si no fuera suficiente la prohibición a las mujeres de usar velos en sus distintas variantes, ahora el gobierno del presidente Sarkozy se embarca en una campaña para expulsar a los gitanos, o romas, a la vez que amenaza con nuevas leyes dirigidas a quitar la ciudadanía a aquellos delincuentes franceses de origen extranjero que infrinjan ciertas normas, lo que de aprobarse constituiría una violación al derecho más fundamental de una sociedad democrática y liberal: el de ser ciudadano de pleno derecho sin importar el país de origen.

Otros países europeos, entre ellos Alemania y Gran Bretaña, han visto también un aumento del sentir antiislámico, pero ninguno al grado de lo que está sucediendo en EU. El reciente debate acerca de si se autoriza o no la construcción de un centro cultural musulmán y una mezquita cerca de la así llamada “zona cero”, donde estaban las derruidas Torres Gemelas, no refleja del todo la intensidad del reflejo condicionado que ha desarrollado buena parte de la sociedad y la clase política estadounidenses ante aquello que suene a extranjero/islámico/diferente.

En un artículo publicado en el New York Times que no tiene desperdicio, Nicholas Kristoff advierte de los riesgos de la ignorancia y la intolerancia combinadas. Cita Kristoff a un columnista de la respetada revista The New Republic que argumenta recientemente que como los musulmanes no le dan el mismo valor a la vida, tal vez no sean merecedores de las libertades de creencia y de expresión que garantiza la Constitución, ya que “podrían abusar de ellas”.

Por otro lado, un número creciente de estadounidenses está convencido de que el islam es contrario a los valores y que representa una amenaza para su sociedad (llegando al extremo casi inconcebible del pastor protestante que propuso quemar públicamente ejemplares del Corán el 11 de septiembre; por fortuna se arrepintió a tiempo), mientras que se propaga la especie absurda que pretende hacer creer que Barack Obama es musulmán y que simpatiza con los intereses de quienes buscan instaurar la ley islámica alrededor del mundo.

Mientras que la imagen de Obama sufre a manos de los republicanos más extremos, que quisieran hacer creer que el presidente de EU es en realidad un agente encubierto musulmán, aumentan en ese país la inseguridad, el temor y la sospecha, que son las semillas de la represión y de la pérdida de la justicia y las libertades.

De seguir por ese camino la sociedad estadounidense en particular y las naciones de Occidente en general, los terroristas podrán felicitarse, pues habrán logrado sus objetivos.

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