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12/05/2010 | Democracias imperfectas

Gabriel Guerra Castellanos

No sé si el de Gran Bretaña sea el régimen democrático más longevo del mundo, pero es uno de los más perdurables y ejemplares, pues ha conciliado una añeja y oxidada tradición monárquica con un esquema parlamentario que es envidiable tanto por su solidez como por el debate y apertura que propicia y al que obliga.

 

Las últimas tres décadas fueron generosas, dándoles mayorías parlamentarias relativamente cómodas y estables que le permitieron a Gran Bretaña salir de la pesadilla del estancamiento y la inestabilidad de los años 70 para entrar a un periodo de reformas estructurales, crecimiento económico, bienestar y sólidos liderazgos políticos. En los dos extremos ideológicos de Gran Bretaña, Margaret Thatcher primero y Tony Blair después redefinieron a sus partidos y modificaron el escenario nacional e internacional que habían heredado. Se puede decir que fueron definitorios tanto para el conservadurismo de los 80 como para la socialdemocracia de los 90. Sin ellos el mundo de finales del siglo XX y la primera década del XXI hubiera sido distinto.

Margaret Thatcher apaleó a los sindicatos británicos que mantenían secuestrados a los gobiernos que le antecedieron y dio un golpe de mano en el escenario internacional con su victoria militar sobre Argentina en el por tantos motivos lamentable episodio de la Guerra de las Malvinas, o Falkland para los vencedores. De paso, sentó las bases para el crecimiento sostenido de la economía y para su reinserción en la escena europea y global, tras un largo declive que dejaba a Gran Bretaña dudando de su futuro. A un costo que para algunos fue demasiado alto, y que incluyó profundas divisiones y una aún más profunda polarización de la sociedad, la Thatcher redefinió a su país y —merced a su alianza con Ronald Reagan y a su rol en la Guerra Fría— contribuyó al rediseño del escenario mundial.

Su heredero, John Major, sin pena ni gloria entregó la estafeta a otro personaje transformador, éste en el extremo opuesto, el neo laborista Tony Blair, quien jugó un papel igualmente importante en la proyección británica pero sobre todo en la búsqueda de una nueva identidad para la izquierda europea moderna, que buscaba escapar de la camisa de fuerza del estado benefactor que ya no era ni funcional ni financiable. Blair también se acercó a Washington, pese a que sus diferencias ideológicas con George W. Bush parecían insalvables, y logró convertirse en incondicional de Washington en muchos temas, de los cuales el más notorio y a la postre devastador fue la guerra en Irak. Su uso faccioso de información para tratar de justificar la intervención militar lo dejó para siempre marcado, y afectó severamente la credibilidad de la clase política británica.

A Gordon Brown le tocó administrar la pesada herencia de las expectativas no realizadas de Blair y enfrentar el vendaval de una crisis que no esperaba. Sus buenos reflejos financieros fueron invaluables para que GB y Europa salieran relativamente bien librados del primer embate de la crisis que ahora arrecia, pero no bastaron ni para evitar daños ni mucho menos para cambiar la ya de por sí pobre valoración que de él tenía el electorado.

Pagó Brown las facturas propias y las de Blair, pero a la clase dirigente de su país no le fue mucho mejor. Ni los conservadores de David Cameron alcanzaron la mayoría que aparentemente tenían en la bolsa ni el partido Liberal Democrático pudo erigirse como una solida opción pese al atractivo liderazgo de Nick Clegg, con todo y su buen desempeño en campaña. Así las cosas, los tres partidos principales perdieron y colocaron a GB en la incómoda posición de no tener claridad política en medio de la tormenta económica.

Es incierto en este momento el desenlace de las negociaciones que llevan a cabo Cameron y Clegg, el primero urgido de un acuerdo de coalición y el segundo ansioso por lograr lo que sería una reforma profunda del sistema electoral británico, que hoy en día no contempla la representación proporcional que ambiciona naturalmente el tercer partido. Paradójicamente, mientras otros países quisieran abjurar de un sistema de representación que privilegia a las fuerzas menores, en Londres se discute la necesidad de ampliar el espectro en el Parlamento y de acotar las ventajas que en este momento tienen los dos partidos dominantes.

Algo han de saber los británicos que hoy cuestionan lo que otros anhelan…

El Universal (Mexico)

 


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