Viviendo desde hace tiempo a salto de mata, Assange ha asumido su personalidad de hombre misterioso, encubierto, dedicado en cuerpo y alma a su misión: desenmascarar a los poderosos a través de la fuerza de la información, de la inmediatez de la red y de una creciente red de aliados, en su mayoría anónimos, que le acercan documentos y datos que en muchos casos terminan siendo, como los cables del Departamento de Estado, una auténtica mina de oro para WikiLeaks y para el público y los medios interesados en todo el mundo.
Se dice fácil, pero obtener primero y luego dar a conocer de manera paulatina y con cierto orden y método un cuarto de millón de documentos clasificados del gobierno estadounidense tiene ciertamente su chiste. Acercados a WikiLeaks por Bradley Manning, un soldado raso que ya está detenido y en espera de juicio militar, los cables cupieron cómodamente en un CD y un dispositivo USB que ese individuo llevaba todos los días a su puesto de trabajo, desde donde pudo —gracias a su nivel de “confianza”— obtener acceso a una parte importante de los archivos electrónicos del Departamento de Estado, mismos que ahora recorren las pantallas de computadora y televisión, las portadas de revistas y periódicos y las charlas de café alrededor del mundo; sin contar, por supuesto, las reuniones que diplomáticos estadounidenses de todo nivel —incluida la secretaria Hillary Clinton— han tenido que mantener para explicar o desagraviar a sus contrapartes que han resultado ventaneados en este asunto. Y vaya que sí hay muchos ofendidos, con o sin razón, en toda esta farsa que tantos tintes de seriedad contiene…
Una de las razones por las que ha tenido tanto impacto esta filtración en particular, de las muchas que ha hecho WikiLeaks desde que se fundó en 2007, es porque contiene lo que más nos atrae a todos, lo confesemos o no: chismes, rumores, secretos que no lo son tanto, pero sí suficientemente como para ruborizar o enfurecer a muchos. Desde relatos o minutas de conversaciones privadas y supuestamente confidenciales hasta preguntas inocentes o juicios lo mismo sólidos que faltos de sustento, los cables son a la política internacional y la diplomacia lo que las revistas del corazón al mundo de la farándula: notas sabrosas, de fácil lectura y mucho color. Lo que NO contienen esos cables son auténticos secretos, ni revelaciones asombrosas ni mucho menos material que ponga en riesgo la seguridad o la estabilidad de países o gobiernos, más allá del rubor en algunas mejillas de funcionarios a los que se ha descubierto en indiscreciones. Y es que ni la clasificación de los documentos filtrados es verdaderamente delicada o reservada, ni los despachos diplomáticos suelen ser altamente confidenciales, con sus obvias y naturales excepciones, que por supuesto no aparecen en esta colección de comunicaciones burocráticas que sólo ilustran cómo opera el aparato diplomático de la nación más poderosa del mundo.
Y lo hace bastante bien, a decir verdad, medido por la manera en que sirve a los intereses de su propio país y gobierno. Lo que los cables nos muestran es a diplomáticos haciendo su trabajo: manteniendo contactos, obteniendo información, analizándola, transmitiéndola, a veces aderezada con los puntos de vista particulares de cada misión o funcionario encargado, y es en la calidad del análisis e información que podemos ver quiénes son mejores o peores haciendo lo suyo.
A la consternación y rasgamiento de vestimentas de algunos aquí, sólo puedo decir que o ignoran la manera en que operan los servicios exteriores en todas partes o creen genuinamente que los despachos diplomáticos son la esencia y la entraña del sentir y el hacer de las superpotencias. Pero no es así: los cables del Departamento de Estado nos abren una ventana, amplia e ilustrativa, a la manera en que funciona y se comunica el servicio exterior de nuestro vecino, que no es tampoco significativamente distinta, salvo por su tamaño y alcance, al de otras naciones.
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