Fue a propósito de la reunión ministerial de la Organización Mundial de Comercio, en Seattle en 1999, que la discusión pasó de las mesas de análisis y las agendas de algunos grupos para convertirse en un llamado literal al combate contra lo que muchos manifestantes que llegaron a esa ciudad consideraban el principal símbolo de todo lo que está mal en el planeta.

Las imágenes de Seattle son inolvidables tanto por la violencia que caracterizó a los manifestantes como por la poco adecuada respuesta de las fuerzas del orden y por supuesto de los funcionarios y burócratas asistentes. Pocas veces en la historia reciente se había visto tal nivel de furia organizada, en la que decenas de miles de opositores al concepto de la globalización y de su primer aviso, la ronda de negociaciones para la apertura comercial internacional, se congregaron para demostrar su rechazo de la manera más explícita posible: a través del choque violento que buscaba no sólo una salida para la ira y la frustración, sino también el nacimiento de un nuevo movimiento internacional para oponerse, con las herramientas de la globalidad, a lo que ésta misma representa.

A partir de ahí todo el mundo empezó a hablar de los globalifóbicos como si se tratara de una condición médica, siquiátrica o espiritual, como si la mera pertenencia a esa corriente fuera suficiente para calificar o descalificar a sus integrantes como salvadores o como enemigos de la humanidad. El debate público se dividió en dos: por una parte quienes procuraron hacer un estudio serio de los impactos, de los pros y los contras del fenómeno globalizador, y por otra parte el alto volumen de decibeles y las simplificaciones extremas de quienes buscaban encasillar y denostar al que pensara distinto. Estos últimos fueron curiosamente los que más éxito mediático tuvieron, convirtiendo la discusión en un espectáculo de circo en el que lo único que abundaba eran las tonterías, los simplismos y las aberraciones.

Fue tan eficaz el manejo propagandístico de proponentes y oponentes de la globalización que lograron, ambos bandos, hacer creer que se trataba de algo novedoso, que significaba un cambio radical para la humanidad. Nada más lejano a la verdad y a la reflexión histórica, pues la globalización es tan antigua como la civilización misma y Platón o Jesús fueron de los muchos pioneros que hicieron del pensamiento o la fe un fenómeno global, como otros famosos como Marco Polo o anónimos como los que llevaron especias, productos e ideas a otros rincones del mundo.

Escribo estas líneas motivado por la más reciente irreflexión generada por la crisis económica que sacude al mundo. Además de quienes festejan anticipadamente el fin del capitalismo y auguran ya nuevos modelos que aún no existen, ya retornos a esquemas que fracasaron, hay los que hoy anuncian —los más con euforia, los menos con resignación— el fracaso de la globalización.

Quienes así piensan viven en un mundo que para mí resulta envidiable, el de la consigna que reemplaza a la idea, el del determinismo que sustituye la lógica, el de las buenas intenciones que superan a la realidad.

La globalización existe desde que el hombre (y la mujer) comenzaron a aventurarse más allá de sus rincones y a conocer lo que existía a su alrededor. Quienes hoy pregonan el final de esta era parecen creer que la historia misma de la humanidad puede negarse y borrarse como si las fronteras fueran hoy herméticas, como si el pensamiento, el comercio, las personas, fueran prisioneros en un espacio geográfico. Pequeño el mundo de quienes así piensan.

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