La derrota en Virgina toca en la línea de flotación de una Administración con Biden cayendo en las encuestas.
Toda la política es local, dice el adagio. La jornada
electoral de este martes en EE.UU., protagonizada por la debacle de los
demócratas en la elección al gobernador de Virginia, no lo refuta y hay
factores específicos en cada una de los cargos en juego a lo largo de un país
tan diverso como Norteamérica. Pero, al mismo tiempo, es imposible disociar el
descalabro del partido de Joe Biden de la situación que viven los demócratas en
la Casa Blanca y en el Congreso, y de una guerra cultural e identitaria que han
empezado a perder. Esa derrota y el resultado ajustado en New Jersey –todavía
más sorprendente–, unido a otros varapalos a su corriente izquierdista en
elecciones locales, podrían ser el anticipo de algo mucho más doloroso para sus
intereses: la pérdida de las mayorías exiguas que tienen en el Congreso y, con
ellas, buena parte del poder y de la capacidad de maniobra de Biden en sus
siguientes dos años como presidente.
Virginia, estado en el que conviven el espíritu sureño y
la creciente inclinación demócrata de sus suburbios (el norte está a las
puertas de la capital, Washington), se había confirmado en la última década
como territorio demócrata. Desde 2009, solo un año después de la victoria
histórica de Barack Obama, ningún republicano había ganado una elección aquí a
nivel estatal. Este martes, los tres cargos de ese tipo en juego –gobernador,
vicegobernador y fiscal genera– se los llevaron candidatos republicanos.
La victoria del republicano Glenn Youngkin frente al
favorito inicial, el peso pesado demócrata y ex gobernador del estado Terry
McAuliffe, supone un castigo claro a Biden y a sus compañeros de partido y un
aviso nítido: la coalición electoral que montaron para echar a Donald Trump del
poder y conquistar las dos cámaras se desmorona.
Esa coalición es una mezcla del tradicional voto de
minorías raciales, que es decisivo cuando se moviliza, y de avances demócratas
en los suburbios, en especial en el voto femenino. Con ella, Biden se impuso a
Trump por diez puntos en Virginia y por dieciséis puntos en New Jersey, donde
al cierre de esta edición no se había finalizado el recuento, con una ventaja
mínima para el actual gobernador, el demócrata Phil Murphy: solo le separaban
15.000 votos del republicano Jack Ciattarelli, con el 90% del escrutinio.
La movilización del voto negro, del que siempre se
acuerda el partido demócrata cuando llega la cita con las urnas, no se produjo
tanto como la desbandada en los suburbios. Según encuestas a pie de urna,
comparado con la victoria de Biden del año pasado, se produjo un trasvase de
quince puntos de demócratas a republicanos en el voto de las mujeres blancas, y
de 19 puntos para aquellas sin estudios universitarios.
Es una muestra de que funcionó la principal carta
política usada por Youngkin: la educación como batalla cultural. En los mismos
suburbios donde Biden se impuso con facilidad hace un año se han producido
revueltas de padres y madres sobre imposiciones educativas a sus hijos. Desde
el uso de mascarilla o la obligación de vacunación para profesores, hasta
asuntos ideológicos como las directivas sobre estudiantes transgénero –como el
uso de pronombres no binarios o el acceso a baños que correspondan con su
identidad de género–, o el debate sobre la inclusión de la Teoría Crítica
Racial –la mayor presencia de las cuestiones raciales en el estudio, por
ejemplo, de la historia de EE.UU.– en el curriculum escolar.
La mayoría de los votantes en Virginia aseguraban también
que el partido demócrata se ha escorado demasiado a la izquierda, una sensación
que llega desde el peso mediático de los líderes más progresistas en el partido
y de la reacción que provoca en los republicanos y en sus aliados en los medios
con llamamientos, por ejemplo, a los recortes o la abolición de la policía.
Esa guerra ideológica no escapa al propio partido
demócrata, en otro de los factores decisivos del descalabro: las guerras
internas entre las facciones izquierdista y moderada, que tienen bloqueada la
agenda legislativa de Biden y proyectan una imagen de desgobierno. Después de
diez meses con la Casa Blanca y las dos cámaras del Congreso en su poder, los
demócratas no han sido capaces de ofrecer avances legislativos a sus votantes,
más allá del plan de rescate frente a la pandemia aprobado a comienzos de año.
Las grandes apuestas legislativas del presidente Biden,
mientras tanto, siguen embarradas. Su plan de gasto social y climático, de 3,5
billones de dólares, y con la inclusión de partidas transformadoras –como la
baja médica y por maternidad remuneradas–, se ha quedado aguada y reducida a
1,75 billones de dólares por la negativa de senadores moderados como Joe
Manchin o Krysten Sinema. Los izquierdistas, por su parte, han impedido que se
apruebe el plan de infraestructuras –popular, incluso con cierto apoyo
republicano– mientras las partidas sociales no tengan luz verde.
Biden, mientras tanto, parece incapaz de poner orden y
conducir a sus socios hacia acuerdos que procuren avances para sus votantes, lo
que incide en la sensación de la opinión pública de que su presidencia lleva el
rumbo perdido.
Desde el verano, se le acumulan las malas noticias: su
incapacidad para convencer a los reacios a la vacuna del covid, el impacto de
la variante Delta, el fiasco de la salida de Afganistán, los problemas en la
cadena de suministro, la inflación rampante, las cifras récord en entrada de
inmigrantes indocumentados, la oleada de crimen violento… Ante todo ello, Biden
aparece como un presidente inoperante, no como el timonel firme que prometía en
campaña hace un año. Esto tiene su reflejo en las encuestas –sus índices de
valoración se han hundido– y ahora en las urnas en Virginia y New Jersey.
Biden y los demócratas tienen cuesta arriba la carrera
para conservar el control del Congreso. Ayer, las facciones trataban de arrimar
el ascua a su sardina para explicar la debacle electoral: «es la demostración
de que los planes de gasto son demasiado ambiciosos», decían los moderados; «es
la prueba de que no hemos impulsado nuestra agenda» replicaban los
izquierdistas. El problema para ellos es que todavía sudarán mucho para sacar
propuestas en el Congreso, y les quedan temas divisivos por delante: acabar con
el ‘filibuster’ –la exigencia de mayorías reforzadas en el Senado–, la
protección del derecho al voto, la reforma policial, la regularización de
millones de inmigrantes… Todo, además, complicado el año que viene por el mucho
‘gerrymandering’ -rediseño de los distritos electorales- en manos de los
republicanos, lo que solo les facilitará recuperar más poder.
En los últimos cuatro años, el pegamento de los
demócratas ha sido Trump. McAuliffe intentó agitar su fantasma en Virginia,
pero Youngkin no cayó en la trampa y mostró a los republicanos la fórmula
ganadora: no renegar del expresidente, pero tampoco llevarle como bandera.