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15/05/2024 | Opinión - Cada generación tiene su mitología

Guy Sorman

Como los marxistas ya no tienen ningún pueblo al que idealizar como representación del proletariado, han hecho suya la causa palestina. Consideran que basta con oponer el bien y el mal, sin preguntarse quién encarna realmente el mal. Estas revueltas se inscriben en una tradición que se repite de generación en generación.

 

El movimiento de protesta contra Israel y a favor de Palestina comenzó, como no podía ser de otra manera, en la Universidad de Columbia, en Nueva York. El tema de la protesta es extremadamente sencillo: los manifestantes exigen la retirada de Israel de Gaza, e incluso la desaparición del Estado de Israel, sustituido por un Estado palestino cuyas fronteras se extenderían desde el río Jordán hasta el mar Mediterráneo. Los eslóganes de los alborotadores van desde las reivindicaciones más moderadas, como la liberación de los rehenes o el reconocimiento de un Estado palestino, hasta la eliminación definitiva de todo lo que se parezca a Israel, el sionismo o incluso el judaísmo.

¿Es de extrañar que la causa palestina ocupe un lugar tan destacado en la generación sublevada, cuando otros conflictos están causando más miseria, como en Sudán, Congo o Birmania? Uno no se imagina a los estudiantes indignándose por Birmania. No se les oye protestar contra el encarcelamiento de un millón de uigures en campos de trabajos forzados por parte del Gobierno chino. Pero no tendría sentido sorprenderse por esta jerarquía de la indignación, teniendo en cuenta el lugar que ocupa Israel en la civilización occidental. Nos guste o no, seamos cristianos, musulmanes o ateos, todo lo judío nos sacude hasta la médula.

Como he vivido algunas de las manifestaciones que tienen lugar frente a mi oficina en la Universidad de Nueva York, donde enseño, he oído lemas inequívocamente antisemitas que apenas distinguen entre los judíos y el Estado de Israel. Y eso que la mayoría de los judíos no viven en Israel. Debemos asumirlo: es posible que el antisemitismo tenga mala reputación, pero sigue entre nosotros como parte inextirpable de la civilización occidental. En nuestra historia, el cristianismo y el judaísmo están estrechamente entrelazados en un mismo tapiz. También hay que señalar que estas manifestaciones estudiantiles no sirven para nada, ya que no tienen en cuenta las realidades geopolíticas de la región. Estos estudiantes ruidosos desconocen por completo la historia de Israel y su creación por Naciones Unidas. No parecen mejor informados sobre la actitud de los dirigentes árabes, poco solidarios con los palestinos, que nunca han intentado mejorar su suerte ni integrarlos en los países donde viven, como Jordania o Líbano. Varios centenares de israelíes siguen siendo rehenes de Hamás, pero todo el pueblo palestino me parece también rehén de sus dirigentes violentos y corruptos, ya se trate de la Autoridad Palestina con sede en Jericó, reconocida internacionalmente, o de Hamás, no reconocido por nadie, pero que es el aterrador dueño del territorio de Gaza. De esto no se habla en las universidades.

¿Por qué ahora y por qué sobre este tema? La respuesta está en los medios de comunicación. Las imágenes de una Gaza destruida que dominan las pantallas de televisión y las redes sociales se dirigen al plexo más que al cerebro. La rebelión es producto de la emoción, no del conocimiento. Entre los líderes de los levantamientos hay un número significativo de alumnos y profesores del mundo musulmán. Aprovechan la oportunidad para hacerse pasar por líderes de un nuevo Tercer Mundo aplastado por los colonizadores israelíes con la complicidad de Estados Unidos. En este esquema mental primitivo, cada uno desempeña un papel escrito de antemano. Los rebeldes pasan por alto que los propios israelíes son refugiados; la mitad de ellos fueron expulsados de los países árabes donde habían vivido durante siglos. Paradójicamente, estos judíos exiliados se han convertido de repente en colonizadores blancos. En esta tragedia, la blancura no tiene que ver con el color de piel, sino que es un concepto ideológico; muchos israelíes son realmente negros, de Etiopía, India o Yemen. Sin embargo, para los manifestantes, Israel cuenta como un colonizador blanco, mientras que los habitantes de Gaza, en esta imaginería poco sutil, son los negros dominados, aunque no sean negros. Este conflicto se basa en conceptos derivados del marxismo y reciclados una y otra vez: los proletarios negros colonizados en rebelión contra los imperialistas blancos.

Desde la Segunda Guerra Mundial, hemos visto a africanos verdaderamente colonizados por los blancos, en Sudáfrica sin duda; luego hubo cubanos colonizados por sus propios dirigentes, pero los estudiantes de izquierdas o biempensantes apoyaron a esos dirigentes en cuestión porque eran comunistas. Como los marxistas ya no tienen ningún pueblo al que idealizar como representación del proletariado, han hecho suya la causa palestina. Consideran que basta con oponer el bien y el mal, sin preguntarse quién encarna realmente el mal. Estas revueltas se inscriben en una tradición que se repite de generación en generación; cada una de ellas debe definirse en relación con un acontecimiento histórico en el que se basa. Así, si uno es español, pertenece a la generación de la Guerra Civil; si es francés o mayor, a la generación de la Resistencia; si es un poco más joven, a la generación de la guerra de Argelia; y luego está la generación de mayo de 1968, que fue mundial. A esta le siguió la generación marcada por la caída del Muro de Berlín, y luego por los atentados islamistas del 11 de septiembre. Cada generación tiene su propia historia. Y cuando no hay historia real, la inventamos. Hoy existe una generación #MeToo que puede resultar más decisiva que la generación de Gaza.

Así que yo me mostraría cauteloso a la hora de opinar sobre la importancia o insignificancia del movimiento de apoyo a la población de Gaza. Cuando uno está en el epicentro de un acontecimiento, no sabe lo que significa. El ejemplo más famoso de esta incapacidad para juzgar se encuentra en la literatura francesa, cuando el joven soldado Fabrice, retratado por Stendhal, se ve envuelto en la batalla de Waterloo en 1815, sin saber que está en Waterloo y que esa batalla determinaría la configuración de Europa durante un siglo. Todos somos Fabrice en Waterloo.

Del mismo modo, me abstendría de alabar o demonizar a los estudiantes sublevados; es posible que algunos de ellos sean sinceros y estén movidos por la compasión hacia las víctimas. Solo espero que estén mejor informados y que las universidades vuelvan a su vocación original, que es enseñar historia y aprender a distinguir la verdad de la mentira. No hay nada malo en manifestarse 'per se', y tampoco lo hay en reclamar justicia social, siempre que los impulsos del corazón estén informados por los de la razón.

ABC (España)

 



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