Como los marxistas ya no tienen ningún pueblo al que idealizar como representación del proletariado, han hecho suya la causa palestina. Consideran que basta con oponer el bien y el mal, sin preguntarse quién encarna realmente el mal. Estas revueltas se inscriben en una tradición que se repite de generación en generación.
El movimiento de protesta contra Israel y a favor de
Palestina comenzó, como no podía ser de otra manera, en la Universidad de
Columbia, en Nueva York. El tema de la protesta es extremadamente sencillo: los
manifestantes exigen la retirada de Israel de Gaza, e incluso la desaparición
del Estado de Israel, sustituido por un Estado palestino cuyas fronteras se
extenderían desde el río Jordán hasta el mar Mediterráneo. Los eslóganes de los
alborotadores van desde las reivindicaciones más moderadas, como la liberación
de los rehenes o el reconocimiento de un Estado palestino, hasta la eliminación
definitiva de todo lo que se parezca a Israel, el sionismo o incluso el
judaísmo.
¿Es de extrañar que la causa palestina ocupe un lugar tan
destacado en la generación sublevada, cuando otros conflictos están causando
más miseria, como en Sudán, Congo o Birmania? Uno no se imagina a los
estudiantes indignándose por Birmania. No se les oye protestar contra el
encarcelamiento de un millón de uigures en campos de trabajos forzados por
parte del Gobierno chino. Pero no tendría sentido sorprenderse por esta
jerarquía de la indignación, teniendo en cuenta el lugar que ocupa Israel en la
civilización occidental. Nos guste o no, seamos cristianos, musulmanes o ateos,
todo lo judío nos sacude hasta la médula.
Como he vivido algunas de las manifestaciones que tienen
lugar frente a mi oficina en la Universidad de Nueva York, donde enseño, he
oído lemas inequívocamente antisemitas que apenas distinguen entre los judíos y
el Estado de Israel. Y eso que la mayoría de los judíos no viven en Israel.
Debemos asumirlo: es posible que el antisemitismo tenga mala reputación, pero
sigue entre nosotros como parte inextirpable de la civilización occidental. En
nuestra historia, el cristianismo y el judaísmo están estrechamente
entrelazados en un mismo tapiz. También hay que señalar que estas
manifestaciones estudiantiles no sirven para nada, ya que no tienen en cuenta
las realidades geopolíticas de la región. Estos estudiantes ruidosos desconocen
por completo la historia de Israel y su creación por Naciones Unidas. No
parecen mejor informados sobre la actitud de los dirigentes árabes, poco
solidarios con los palestinos, que nunca han intentado mejorar su suerte ni
integrarlos en los países donde viven, como Jordania o Líbano. Varios
centenares de israelíes siguen siendo rehenes de Hamás, pero todo el pueblo
palestino me parece también rehén de sus dirigentes violentos y corruptos, ya
se trate de la Autoridad Palestina con sede en Jericó, reconocida
internacionalmente, o de Hamás, no reconocido por nadie, pero que es el
aterrador dueño del territorio de Gaza. De esto no se habla en las
universidades.
¿Por qué ahora y por qué sobre este tema? La respuesta
está en los medios de comunicación. Las imágenes de una Gaza destruida que
dominan las pantallas de televisión y las redes sociales se dirigen al plexo
más que al cerebro. La rebelión es producto de la emoción, no del conocimiento.
Entre los líderes de los levantamientos hay un número significativo de alumnos
y profesores del mundo musulmán. Aprovechan la oportunidad para hacerse pasar
por líderes de un nuevo Tercer Mundo aplastado por los colonizadores israelíes
con la complicidad de Estados Unidos. En este esquema mental primitivo, cada
uno desempeña un papel escrito de antemano. Los rebeldes pasan por alto que los
propios israelíes son refugiados; la mitad de ellos fueron expulsados de los
países árabes donde habían vivido durante siglos. Paradójicamente, estos judíos
exiliados se han convertido de repente en colonizadores blancos. En esta
tragedia, la blancura no tiene que ver con el color de piel, sino que es un
concepto ideológico; muchos israelíes son realmente negros, de Etiopía, India o
Yemen. Sin embargo, para los manifestantes, Israel cuenta como un colonizador
blanco, mientras que los habitantes de Gaza, en esta imaginería poco sutil, son
los negros dominados, aunque no sean negros. Este conflicto se basa en
conceptos derivados del marxismo y reciclados una y otra vez: los proletarios
negros colonizados en rebelión contra los imperialistas blancos.
Desde la Segunda Guerra Mundial, hemos visto a africanos
verdaderamente colonizados por los blancos, en Sudáfrica sin duda; luego hubo
cubanos colonizados por sus propios dirigentes, pero los estudiantes de
izquierdas o biempensantes apoyaron a esos dirigentes en cuestión porque eran
comunistas. Como los marxistas ya no tienen ningún pueblo al que idealizar como
representación del proletariado, han hecho suya la causa palestina. Consideran
que basta con oponer el bien y el mal, sin preguntarse quién encarna realmente
el mal. Estas revueltas se inscriben en una tradición que se repite de
generación en generación; cada una de ellas debe definirse en relación con un
acontecimiento histórico en el que se basa. Así, si uno es español, pertenece a
la generación de la Guerra Civil; si es francés o mayor, a la generación de la
Resistencia; si es un poco más joven, a la generación de la guerra de Argelia;
y luego está la generación de mayo de 1968, que fue mundial. A esta le siguió
la generación marcada por la caída del Muro de Berlín, y luego por los
atentados islamistas del 11 de septiembre. Cada generación tiene su propia
historia. Y cuando no hay historia real, la inventamos. Hoy existe una
generación #MeToo que puede resultar más decisiva que la generación de Gaza.
Así que yo me mostraría cauteloso a la hora de opinar
sobre la importancia o insignificancia del movimiento de apoyo a la población
de Gaza. Cuando uno está en el epicentro de un acontecimiento, no sabe lo que
significa. El ejemplo más famoso de esta incapacidad para juzgar se encuentra
en la literatura francesa, cuando el joven soldado Fabrice, retratado por
Stendhal, se ve envuelto en la batalla de Waterloo en 1815, sin saber que está
en Waterloo y que esa batalla determinaría la configuración de Europa durante
un siglo. Todos somos Fabrice en Waterloo.
Del mismo modo, me abstendría de alabar o demonizar a los
estudiantes sublevados; es posible que algunos de ellos sean sinceros y estén
movidos por la compasión hacia las víctimas. Solo espero que estén mejor
informados y que las universidades vuelvan a su vocación original, que es
enseñar historia y aprender a distinguir la verdad de la mentira. No hay nada
malo en manifestarse 'per se', y tampoco lo hay en reclamar justicia social,
siempre que los impulsos del corazón estén informados por los de la razón.