«Putin es el único criminal, pero nosotros también tenemos nuestra parte de responsabilidad, debido a nuestra ingenuidad. CreÃamos que Putin era un jefe de Estado y que su Estado era un Estado. No lo es en absoluto. Se trata de una banda mafiosa que cayó sobre los rusos tras la retirada de Yeltsin. Putin es solo el jefe de esta organización criminal».
Me resulta difícil, a riesgo de cansar al lector, pensar
en otra cosa y escribir sobre otro tema que no sea la masacre de ucranianos por
parte de los bárbaros rusos. Tengo motivos personales para esta obsesión: mi
familia materna es de Leópolis. Pero más aún, un sentimiento de impotencia,
incluso de vergüenza, se apodera de mí porque solo puedo comentar esta tragedia,
armado con un bolígrafo, al calorcito, arrellanado en un sillón profundo,
cuando debería coger un avión y acudir en auxilio de mis primos lejanos, armas
en mano; un pensamiento inútil, desde luego, porque Ucrania es inaccesible y yo
ya no tengo edad para empuñar un arma. En estos casos, el intelectual se
consuela y se tranquiliza sobre su utilidad, convenciéndose de que tal vez
tenga alguna influencia en la opinión pública.
Y precisamente porque la opinión pública, en todo el
mundo civilizado, apoya a los ucranianos, nuestros líderes políticos no tienen
más remedio que enviarles algo para salvarles el pellejo. Pero, ¿cuál es la
apuesta esencial de esta guerra? La civilización contra la barbarie: esta es la
expresión que me viene a la mente, tomada del periodista argentino, más tarde
presidente de su país, que hace casi dos siglos publicó un libro que lleva este
título. En ‘Civilización y barbarie’, Domingo Sarmiento narraba los desmanes de
un bandolero de la pampa, Juan Facundo Quiroga, personaje real, un caudillo que
aterrorizaba a la Argentina en ciernes. Putin es nuestro Facundo.
Nuestro gran error, europeos y americanos, es no habernos
dado cuenta antes. Como Putin se sentaba en el sillón del presidente de Rusia,
creímos que era un jefe de Estado. Como, más o menos, había sido elegido,
creíamos que representaba a Rusia. En realidad, desde que ocupa ese sillón no
ha dejado de hacer la guerra y nada más que la guerra, apoderándose de
territorios contiguos: Chechenia, Georgia, Crimea, el Donbass. No reaccionamos,
considerando que estas anexiones eran veniales y solo rectificaban fronteras
para reintegrar a los rusos a Rusia. En verdad, Putin estaba calentando sus
músculos, probándonos. Al ver que los occidentales permanecíamos pasivos, podía
prepararse para la conquista -o destrucción- de Ucrania. ¿Y después de Ucrania?
Los países bálticos, Polonia, Moldavia, ya amputada de su parte oriental,
Transnistria. Putin es el único criminal, desde luego, pero nosotros también
tenemos nuestra parte de responsabilidad, debido a nuestra extravagante
ingenuidad. Creíamos que Putin era un jefe de Estado y que su Estado era un
Estado. No lo es en absoluto. Se trata de una banda mafiosa que cayó sobre los
rusos tras la retirada de Boris Yeltsin (que era un estadista, demócrata y
civilizado). Putin es solo el jefe de esta organización criminal mafiosa,
totalmente ajena al Estado de derecho, al bienestar del pueblo y a la sangre
derramada de sus soldados. Durante veinte años, nuestros líderes se han dejado
engañar por la mascarada de Putin; lo hemos tratado como el jefe de Estado que
no es e, irónicamente, hemos negociado con él, como si Putin supiera lo que
significa negociar. Cualquier mala película estadounidense que describiera las
costumbres de la mafia habría enseñado más a nuestros diplomáticos que sus
patéticos análisis y enfoques.
Esta es la debilidad esencial de nuestra civilización:
como somos relativamente civilizados, creemos que los demás también lo son. Ya
no sabemos, a diferencia de Sarmiento, reconocer al bárbaro. Al contrario, el
bárbaro, sabiendo lo civilizados que somos, sabe cómo jugar con nuestra
ingenuidad. ¿Habríamos podido descubrir al bárbaro antes de la masacre de los
ucranianos? Sí, los conocedores del idioma ruso se dieron cuenta de inmediato:
Putin utiliza expresiones muy específicas que permiten que gánsteres,
exconvictos y exespías de la KGB se comuniquen entre sí. Un ejemplo que
traduzco del ruso: «Perseguiré a los chechenos hasta en las letrinas». Así se
expresaba Putin durante su primera Guerra del Cáucaso. En aquel entonces, en
Europa, sonreíamos. Grave error por nuestra parte; ese vocabulario era una
señal. Este uso de la jerga de la mafia ha sido descrito en detalle por
Solzhenitsin. En ‘La rueda roja’, cuenta cómo los bolcheviques liberaron a todos
los presos comunes y luego les dieron puestos clave en lo que sería la KGB, que
se convirtió después en el FSB. ¿Saber un poco de ruso y leer a Solzhenitsin
era mucho pedir a nuestros jefes de Estado, nuestros diplomáticos y sus
asesores en la sombra? Por lo visto, sí, era mucho pedir. Igual que, en 1933,
habría sido descortés pedir a los líderes británicos y franceses que leyeran
‘Mi lucha’, donde Hitler describía, con antelación, sus futuros abusos.
Perdónenme el exceso de citas literarias, pero la
literatura ilumina la historia. He citado a Sarmiento, pero también estuve
tentado de tomar prestado el título de esta columna del mayor escritor griego
del siglo XX, Constantino Cavafis, autor de un poema titulado ‘Esperando a los
bárbaros’. En él describe una sociedad saturada de cultura, tan empapada de
conocimiento y filosofía, que ya no sabe que la barbarie existe, mientras esta
asedia la ciudad. Cavafis creía en la victoria de los bárbaros; Sarmiento en la
de la civilización. Esta es la considerable apuesta de un conflicto con un
resultado incierto: no Rusia contra Ucrania, sino barbarie o civilización. Que
estas pocas líneas contribuyan a la lucha; mantenerse civilizados, pero
despiertos.