«India, gobernada desde 2014 por el partido nacionalista hindú, se inclina cada vez más claramente por el lado occidental y la economÃa de mercado. La India contemporánea ha olvidado sus agravios históricos contra el imperialismo; ha tomado nota de la derrota soviética y percibe cada vez más a China como un enemigo y un rival».
Pobablemente no sepan situar en un mapamundi los estados
de Arunachal Pradesh, Aksai Chin o Uttarkhand. Sin embargo, fue en estos
estados indios del Himalaya donde dio comienzo, en 1962, un conflicto
fronterizo entre los dos países más poblados del mundo. La línea divisoria, más
de 5.000 kilómetros de montaña, fue inicialmente trazada por los colonizadores
británicos, pero desde su respectiva independencia nunca ha sido aceptada ni
por India ni por China. La prensa internacional rara vez se hace eco de este
conflicto porque, después de un violento enfrentamiento en 1962, los dos
ejércitos, que cohabitan cara a cara, se contentan con insultos y puñetazos
cuando las patrullas se cruzan demasiado cerca. Pero esta convivencia hostil es
cada vez menos pacífica.
En 2020, uno de estos choques provocó veinte muertos del
lado indio y cuatro del lado chino antes de que los dos gobiernos ordenaran un
alto el fuego. Una señal de que la tensión se agrava es que soldados
estadounidenses e indios acaban de realizar maniobras conjuntas en Uttarakhand,
un estado indio en la frontera con China, que China reclama. China también
reclama el estado de Arunachal Pradesh, pues considera que pertenece al Tíbet
chino. Por su parte, India reclama Aksai Chin, que ahora forma parte del
Xinjiang chino. La presencia estadounidense es tanto más sorprendente cuanto
que India, en principio, es neutral, después de haber sido durante mucho tiempo
aliada de la Unión Soviética; los dirigentes indios, como Nehru, admiraban el
modelo económico soviético. Esta neutralidad de la que India hace gala explica
por qué el país no ha tomado partido en el conflicto de Ucrania.
Pero India, gobernada durante ocho años, desde 2014, por
el partido nacionalista hindú, el BJP (que traducido significa Partido Popular
Indio), se inclina cada vez más claramente por el lado occidental y la economía
de mercado. La India contemporánea ha olvidado sus agravios históricos contra
el imperialismo occidental; ha tomado nota de la derrota soviética y percibe
cada vez más a China como un enemigo y un rival.
Más allá de los conflictos fronterizos en torno a unos
picos helados, la partida que se juega entre China e India va más allá del
factor geográfico. Resumiré esta rivalidad en una cifra: la tasa de crecimiento
prevista para China en 2023 es cero, mientras que en India (según el Banco
Mundial) debería oscilar entre un 6,5 y un 7 por ciento.
En Occidente estamos tan obsesionados con China que no
vemos lo que ocurre en India. Este país rara vez aparece en nuestros medios de
comunicación, excepto cuando se informa sobre una inundación, el
descarrilamiento de un tren o los enfrentamientos entre musulmanes e hindúes
militantes del BJP. Sin embargo, el hecho de que India se esté desarrollando
ahora más rápidamente que China debería acaparar toda nuestra atención. Este
adelanto es tanto más notable cuanto que ocurre en un régimen capitalista y
democrático, todo lo contrario que China. Por supuesto, el capitalismo indio es
desigual: se están amasando inmensas fortunas, mientras demasiados campesinos
se estancan en la pobreza. Pero este también es el caso de la China
supuestamente socialista.
Es cierto que la democracia india está empañada por la
corrupción y que en periodos electorales los votos se compran. Es cierto que el
BJP explota los odios entre comunidades religiosas. Pero las elecciones son
auténticas; la alternancia entre los partidos en el poder, tanto local como
nacional, lo atestigua. Sobre todo, en India hay libertad de expresión total.
Como dice el sociólogo bengalí Ashi Nandy, «en India, ser disidente no conlleva
ningún riesgo». India, por lo tanto, prueba que el despotismo no es necesario
para sacar de la pobreza a más de mil millones de personas y que la economía de
mercado permite la formación de una clase media, estimada hoy en trescientos
millones de ciudadanos.
¿Por qué demonios en Occidente no prestamos más atención
a este éxito de la democracia liberal? Antes de escribir esta columna, estaba
revisando qué decía la prensa internacional sobre India. Encontré, básicamente,
una crítica ecologista al desarrollo indio; el Gobierno apoya las centrales
eléctricas de carbón que, por supuesto, contaminan, pero constituyen la fuente
de energía más barata posible en un país que no tiene reservas de gas o
petróleo. El clima es decente, pero ¿deberían los indios seguir siendo pobres y
permanecer en la oscuridad para satisfacer a los ecologistas? Los indios
votaron por el crecimiento y por el carbón; el clima vendrá después.
La prensa internacional también se hace eco del
subdesarrollo de las escuelas públicas y los centros de salud pública en India.
Seguro que sí, pero el Gobierno favorece el crecimiento material, construye
carreteras, metros y puertos. Considera que la escuela y la sanidad pueden ser
gestionadas por el sector privado, algo que, en la práctica, ocurre cada vez
más. Así y todo, India no es un modelo ideal y no pretende serlo. Pero China es
un antimodelo absoluto, como podemos ver con la gestión del Covid. E India no
amenaza a nadie, a diferencia de China, que amenaza a todos.