«Desafortunadamente para la nueva ola de izquierdas de Latinoamérica, los precios de la exportación están a la baja, y las importaciones de petróleo y fertilizantes, al alza. Las promesas sociales son insostenibles en todas partes y las nuevas clases medias van camino de degradarse».
Aparentemente, es una revolución. Los seis mayores países
del continente latinoamericano han pasado a manos de la izquierda. Una
izquierda de palabras y promesas que, como era de esperar, ya están resultando
insostenibles. En México, 'AMLO', López Obrador, presidente desde 2018 y
veterano de la política, renunció de inmediato a sus compromisos socialistas
para intentar salvar las finanzas públicas en ruinas. Pero los demás líderes de
la izquierda, inexpertos, presos de su ideología y de sus programas tan
generosos como demagógicos, ya se han dado de bruces con la realidad: la
economía no miente. En el origen de su éxito electoral, sus virtuosas proclamas
tenían el aroma de la generosidad y la corrección de errores históricos
indiscutibles. Así, en Perú, no cabía más que alegrarse de que el hijo de un
campesino pobre, Pedro Castillo, prometiera alimentar a todo el mundo y
garantizar a todos el acceso igualitario a la educación y la sanidad.
En una nación donde los pobres, generalmente indios o
mestizos, siempre han sido olvidados por la burguesía gobernante, ¿no encarnaba
Castillo la justicia? También en Chile, donde Gabriel Boric, exdirigente
estudiantil, renueva una desgastada clase política que se definía
incansablemente a favor o en contra de Pinochet; pero ¿se preocupaba por los
pobres, sobre todo cuando eran indígenas, como los mapuches? En Colombia,
Gustavo Petro, exguerrillero marxista, ya era parlamentario, pero ha sido el primero
en este país en dirigirse a la inmensa población negra y mestiza, hasta
entonces olvidada tanto por los revolucionarios como por la burguesía de Bogotá
y Medellín.
En Argentina, Alberto Fernández es, en principio, de
izquierdas, pero, ante todo, peronista: el peronismo se define por el arte de
vaciar de dinero las arcas públicas para redistribuirlo entre la clientela del
partido. Hasta que llega el día en que esas arcas se vacían, la moneda local
pierde su valor y hay que recurrir a los bomberos del FMI. En Brasil, Lula, que
probablemente recuperará la presidencia en noviembre, encarna una
socialdemocracia al estilo europeo, firmemente controlada por la Administración
más competente de América Latina y la menos corrupta, relativamente. Pero la
reputación de Lula se debe principalmente a la suerte.
Sus primeros mandatos, entre 2003 y 2011, coincidieron
con una fuerte subida de los precios de las materias primas exportadas por
Brasil, principalmente la soja, a la vez que bajaban los precios de los fertilizantes
importados; los dividendos fueron ampliamente distribuidos en proyectos
sociales y educativos, que llevaron al surgimiento de una nueva clase media.
Este escenario, en su momento, benefició también a Argentina, Perú y Chile.
Como todo el continente depende de sus exportaciones de un número limitado de
materias primas (solo Chile ha podido diversificarse), un buen presidente es
aquel que tiene la suerte de encontrarse en el cargo cuando suben los precios.
Desafortunadamente para la nueva ola de izquierdas, los
precios de la exportación están a la baja, y las importaciones de petróleo y
fertilizantes, al alza. La inflación mundial y el impacto de la guerra de
Ucrania están golpeando de lleno al continente. A esto se suma el coste
económico y sanitario del Covid, que dista mucho de haber quedado atrás, en
países sin una infraestructura sanitaria sólida. En consecuencia, las promesas
sociales son insostenibles en todas partes y las nuevas clases medias van
camino de degradarse. Ante la decepción general, los pueblos reaccionan
desautorizando a sus nuevos dirigentes.
En Perú, el índice de aprobación de Castillo ha caído al
19 por ciento. En Chile, los mapuches, a quienes Boric había prometido todo, se
rebelan; Boric tuvo que enviar el Ejército. Para Boric, lo peor está por
llegar: ha llamado a votar en septiembre una nueva Constitución, un documento
monstruoso que garantiza todo a todos, con un fuerte tinte ecologista.
Probablemente será rechazada en referéndum, abriendo una crisis institucional.
En Santiago y Bogotá, donde tradicionalmente se manifestaban contra la derecha
en el poder, ahora se manifiestan contra la izquierda que ha traicionado; las
redes sociales alimentan el sentimiento de frustración. Incluso antes de que el
nuevo presidente colombiano haya tomado posesión.
Atrapada entre la inflación, la caída de los ingresos
públicos y su demagogia, la nueva izquierda corre el riesgo de ser pulverizada.
Pero ¿en beneficio de quién? No se pueden descartar los golpes militares y el
regreso de los caudillos. ¿La derecha? La extrema derecha, muy católica y muy
conservadora, sigue siendo poderosa, pero solo vive de la nostalgia de una
América Latina donde solo los blancos ricos tenían voz.
¿La derecha liberal, encarnada por el presidente Piñera
en Chile? Su base electoral es estrecha y parece más atenta al apoyo de los
empresarios privados que a la masa de los olvidados, en particular los
indígenas. He aquí por qué Mauricio Macri no ha sido reelegido en Argentina:
confundió ligeramente la Casa Rosada con su club de polo. Me cuidaré mucho de
dar el menor consejo a estos pueblos tan apegados a su dignidad nacional. Pero
desde Buenos Aires hasta México, la situación es peligrosa y la sabiduría
carece de una representación local evidente.