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01/10/2010 | A la espera de otra guerra en Corea

Vicente Echerri

El hijo menor de Kim Jong il, el déspota de Corea del Norte, ha sido ungido como el virtual heredero de su padre en el más rancio --y uno de los últimos-- estados totalitarios de la tierra; y esa exaltación podría añadir, en opinión de los expertos, un factor de celeridad a la descomposición del régimen que, con ayuda de la Unión Soviética y de China, impusiera el guerrillero Kim il sung hace más de sesenta años.

 

Resulta una curiosa aberración que Norcorea y Cuba, los dos regímenes comunistas más ortodoxos que sobreviven --y pese a la distancia geográfica y cultural que los separa-- hayan apelado a la sucesión dinástica para garantizar su decrépita supervivencia. Que el marxismo-leninismo se conserve mediante el antiguo expediente de la monarquía hereditaria es otra prueba de su fracaso: una fórmula por la que hasta Stalin habría sentido repugnancia.

La consagración de Kim Jung un, el nuevo príncipe coronado, tiene lugar en un Congreso del Partido Obrero Coreano --el primero que se celebra en 30 años-- y en medio de una crisis de la que no parece haber salida. La endémica ineficacia económica y la esclerosis política que caracterizan a las sociedades comunistas no han hecho más que agudizarse en un país que, paradójicamente, cuenta con armas nucleares y el quinto ejército del mundo --al menos en número de soldados. Surcoreanos y chinos se sienten preocupados por lo que podría significar para ellos un desplome de la autoridad en el coto represivo de la familia Kim.

¿Podría sujetar las riendas de ese poder tiránico un joven a todas luces inexperto? No parece probable. Los Kim es una dinastía que degenera. Jong il ha demostrado ser mucho más torpe y endeble que su padre y, de sus tres hijos, ha escogido al menor por el dudoso mérito de ser el menos inepto. Y conste que el padre no los ha mantenido encerrados en su nación-cárcel. Los tres se han educado en Suiza y, en consecuencia, se han visto expuestos al funcionamiento del mundo real; pero todo indica que no resultan muy idóneos para la empresa familiar. El mayor Kim Jong nam, de 39 años, obeso y con cara de imbécil, fue arrestado en 2001 en el intento de entrar en el Japón con pasaporte falso. Arguyó (y tal vez era lo cierto) que no tenía más propósito que visitar el parque Disneylandia de Tokio. Esta pifia --dicen-- le costó la sucesión, si bien no hace mucho que declaró no estar interesado en el poder. Kim Jong chul, 10 años más joven, no puede suceder a su padre --según cuenta un chef japonés que pasó 13 años cocinando para el déspota norcoreano-- ``porque es como una niñita''. El lector puede hacerse una idea. Queda, pues, este último, con la estulticia retratada en el rostro, a quien acaban de ascender a general de cuatro estrellas y vicepresidente de la Comisión Militar del Partido. Su abuelo, el ``querido y respetado líder'', debe estar revolviéndose en la tumba.

Siempre he creído que la guerra de Corea (1950-53) es tan sólo un episodio de un conflicto mayor que aún no ha terminado de librarse. Conflicto que, en último término, es entre Estados Unidos y China, pero que encuentra en Corea teatro de operaciones y pretexto. La reunificación de la península coreana sigue siendo un asunto pendiente y sólo puede resolverse con la extensión de la democracia, no de la tiranía. Es muy difícil que esa reunificación tenga lugar pacíficamente, como sucedió en Alemania. Lo impide el alto grado de intoxicación ideológica de la burocracia norcoreana, aunque tampoco hay que negarle oportunidad a lo imprevisto. La debilidad de este liderazgo que se estrena sólo puede acentuar la inestabilidad interna del régimen que, a su vez, acrecentará las posibilidades de un estallido de violencia y de una guerra regional.

Habrá algún lector que se pregunte --desde su terraza o su sala de estar floridana-- qué interés puede tener para él, o ella, que hayan elevado a un torpe regordete a una alta jerarquía --militar y política-- en un miserable país del Asia oriental.

oy día, cuando tanto se insiste en que el mundo se ha convertido en una ``aldea global'', cualquier acontecimiento, por remoto que parezca, nos concierne, sobre todo si vivimos en Estados Unidos, país cuyas fronteras rebasan con mucho las que aparecen en los mapas. Si estalla la guerra en Corea --como creo que indefectiblemente ha de estallar--, de muchos hogares donde leen u oyen con indiferencia y desdén estas noticias que nos llegan de las mismas antípodas, han de salir nuestros soldados a luchar y a morir. Entonces, como hace 60 años, el nombre de Corea será lugar común. Bueno es que nos preparemos desde ahora.

(C) Echerri 2010

Miami Herald (Estados Unidos)

 


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