En especial, la ampliación del objetivo a un contexto que incluye a Pakistán (lo que ya se denomina como Af-Pak), un aumento de tropas para enfrentar un recrudecimiento muy significativo de las acciones de los rebeldes talibanes, la atención preferente a combatir a Al Qaida y la inserción de esa escalada bélica dentro de una estrategia política que presta una atención especial a las acciones civiles para aislar a los combatientes islamistas de las poblaciones en las que operan y con las que han establecido importantes lazos de complicidad frente a las presencia de tropas extranjeras y la gestión de un gobierno dominado por la corrupción.

Pero tal vez ha pasado inadvertido por estos pagos uno de los principales elementos estratégicos del cambio emprendido por la nueva administración norteamericana. Y se trata de una desescalada radical respecto de los objetivos fijados por la política de Bush, inspirada por la doctrina neocon.

Aspiraban estos, no sólo a derrotar militarmente a los talibanes y a los restos de Al Qaida que operan desde la frontera con Pakistán, sino también a instaurar una democracia estable en un país que no ha conocido nada parecido en su historia, atravesada por las luchas de jefes tribales, señores de la guerra, mafias de la droga y gobiernos corruptos.

Un objetivo tan ambicioso como ilusorio, de acuerdo con el análisis de los más pragmáticos gobernantes actuales. De forma que el objetivo de la nueva estrategia renuncia a esa aspiración y se fija una meta más modesta pero más alcanzable: la de estabilizar militar y políticamente al país para que deje de constituir una amenaza para toda la región. Al precio, con toda probabilidad, de atraer al proceso a los sectores más moderados de los propios talibanes. Se trataría de alcanzar una especie de status quo, aunque no sea muy democrático, que permita aliviar parte de la tensión de una de las zonas del mundo más conflictivas.

El dilema que se plantea en tal caso es si debemos renunciar a propagar el modelo político del que disfrutamos los países privilegiados del mundo, en beneficio de nuestra seguridad, a costa de condenar a los ciudadanos de otros países a la miseria política. Más o menos lo que ocurría durante la Guerra Fría. Reconozco que me cuesta admitirlo, aunque tal vez, en el caso afgano, no quede otro remedio. Un poco cínico en cualquier caso.