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26/01/2008 | México - Petróleo y nación

Porfirio Muñoz Ledo

Son diversos los criterios para definir los periodos históricos en los planos universal, nacional y local. Tienen que ver generalmente con acontecimientos políticos relevantes y con transformaciones intelectuales profundas. Suele minimizarse sin embargo la incidencia de los ciclos económicos, tan definitorios para marxistas y estructuralistas.

 

El debate mexicano de hoy podría ilustrarse con una reflexión sobre el carácter determinante de la política petrolera, sobre el desarrollo del país y su evolución institucional. No hay duda de que la expropiación de 1938 fue un parteaguas fundamental, que separó un largo pasado de explotación colonial de un proyecto económico independiente. Su impacto sobre el orgullo nacional y la estrategia internacional son tan significantes como su influencia en el proceso de industrialización y la consolidación del sistema político.

La determinación fue posible porque se había alcanzado un alto nivel de movilización popular y porque ocurrió en la víspera de una guerra mundial. Fue acompañada de un proyecto de transformación por la vía educativa y la apropiación de la ciencia y la tecnología. Generó un periodo prolongado de crecimiento económico —de 6.3% en promedio durante 40 años— y permitió amortiguar la expansión de la población, que se multiplicó cuatro veces.

Se soslaya que el eje de esa política fue la utilización integral de los hidrocarburos para la economía interna y que a lo largo de ese tiempo no exportamos petróleo ni gas, salvo envíos moderados durante la conflagración. Al comenzar los 70 se requerían ajustes a tal estrategia y al modelo en su conjunto. Padecíamos desfinanciamiento derivado del régimen de precios, una creciente importación de gasolinas, dispendios varios e insuficiente utilización del recurso natural como materia prima de la industria petroquímica.

La comisión intergubernamental que coordinaba entonces rechazó acudir al endeudamiento externo para atacar esos problemas y decidió financiarlos vía ahorros y precios internos, montados a su vez sobre el incremento de los salarios y la ampliación del mercado interno. Previmos además disponer de un excedente de 10% para exportación, con objetivos de balanza de pagos. Ello no implicaba, en modo alguno, convertirnos en potencia exportadora.

El descubrimiento de nuevos yacimientos y la súbita elevación de los precios internacionales indujeron a un viraje drástico, que a la postre tornó dramático. El ilusionismo sexenal de López Portillo nos prometió la “administración de la abundancia” que nunca llegó, el país se petrolizó, la economía se sobrecalentó, las ventas al exterior se multiplicaron, la corrupción también, y nos embarcamos progresivamente en el endeudamiento externo a partir de 1976.

Fui llamado entonces a promover en las Naciones Unidas un plan mundial de energía que quedó asociado al proyecto de negociaciones económicas globales. Se trataba de aprovechar la fuerza negociadora de los países productores para alcanzar ventajas en materia de financiamiento, comercio y desarrollo. Por efecto de la sobreventa y la guerra del Medio Oriente, los precios cayeron estrepitosamente, se elevaron las tasas de interés y los países deficitarios quedamos anclados a una deuda impagable. Los industrializados gestionaron entonces la crisis para imponernos la receta neoliberal.

El ciclo de privatizaciones, desregulaciones, apertura desventajosa de las fronteras, enajenación del sistema bancario, apogeo de los monopolios e informalización galopante de la economía ha sido nefasto. El crecimiento ha descendido a un promedio anual de 2.4% —en una región con potencial superior a 7%— y el desempleo asociado a la patética desigualdad ha expulsado del país a más de 10 millones de personas.

Han transcurrido 30 años desde el comienzo de ese ciclo y ahora se nos pretende precipitar en un tercero: de la política nacionalista al espejismo exportador, hasta caer ahora en la entrega de los recursos de la nación al extranjero para que se haga cargo de nuestros problemas. La clave es nuevamente el petróleo, en torno al cual se ha diseñado un proyecto transnacional y transexenal. La utopía panista de gobernar varios decenios, pero por cuenta de intereses ajenos.

Cuestiones políticas de gran envergadura se ocultan tras los ropajes del financiamiento y la tecnología. Innecesario reiterar que la diferencia entre el precio de venta del petróleo y su costo de extracción es de 10 a uno en el caso de México. Si el gobierno no incautara ese excedente por la vía fiscal, habría recursos de sobra para la expansión y modernización del sector. En cambio, si se abriese a la inversión extrajera, ésta no padecería la misma carga tributaria, por lo que le estaríamos transfiriendo la renta petrolera y facilitándole las ganancias para ampliarse indefinidamente.

Las reformas políticas, económicas y hacendarias que tendríamos que emprender si decidiéramos preservar el dominio de la nación sobre los recursos podrían colocarnos en cambio sobre una nueva plataforma de crecimiento sostenido y soberanía reafirmada. Ese es el dilema que nos lleva a decir, categóricamente: no pasarán.

bitarep@gmail.com

El Universal (Mexico)

 


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