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18/01/2007 | América Latina: ¿quiénes somos?

Porfirio Muñoz Ledo

Volver a América Latina es siempre una inmersión intensa y dolorosa en nosotros mismos, bañada de utopía y de impotencia.

 

Revivir, hasta la médula de los huesos, la sustancia de la que estamos hechos y admitir soterradamente nuestras derrotas frente a la historia. Medir la distancia que hay entre una pertenencia invencible y la incapacidad crónica para ocupar, entre todos, el espacio que nos corresponde en el mundo.

Asistí a la toma de posesión del presidente de Ecuador, Rafael Correa: despliegue de sentimientos fraternos y renovación de promesas y esperanzas. Me detuve en Panamá, cintura tropical del continente y hoy escala venturosa de comunicación hacia el sur. Conocí las obras de ampliación del canal y las de restauración del casco histórico. El clima político y humano refleja pujanza y optimismo. Con un crecimiento económico cercano a 10% y un excepcional flujo de inversiones, visitantes y residentes extranjeros, el despertar cosmopolita se entremezcla con el reencuentro del orgullo nacional.

El cambio de poderes en Quito fue concebido como una fiesta latinoamericana, no sólo por el desfile de personalidades regionales, sino por la intención claramente integracionista del evento. El llamado central del nuevo presidente, de la más pura inspiración bolivariana, fue la construcción de una gran nación sustentable de repúblicas hermanas. El tono, de condena demoledora al modelo económico prevaleciente y a la corrupción que socava nuestras precarias democracias representativas.

Rafael Correa es un político de corte nuevo que anuncia la emergencia de una generación de gobernantes posneoliberales. Dirigente popular y académico riguroso, combina el acento costeño de su natal Guayaquil con las exigencias conceptuales de la tradición quiteña. Recuerda los mejores días en que el espíritu universitario se adueñó de las calles de nuestro continente, desde el movimiento de Córdoba en Argentina y la aventura vasconcelista, hasta el sacudimiento democrático de los Andes con Víctor Raúl Haya de la Torre. El mensaje esencial ha quedado intacto: por la raza hablará el espíritu. También, el rechazo categórico a la dominación imperial.

Ciertamente, la afirmación ideológica rebasó con mucho el contexto real en el que se debaten nuestras naciones. En el mejor sentido, el discurso inaugural de Correa fue una pieza clásica del voluntarismo latinoamericano. Citando a Eloy Alfaro: "La hora más oscura es la más próxima a la aurora" y "el nefasto ciclo neoliberal ha sido superado por nuestros pueblos de América". O bien, su mejor frase, "América Latina y el Ecuador no están viviendo una época de cambios, están viviendo un verdadero cambio de época".

Los pasajes más consistentes resumen las lecciones del profesor de economía. Sobre todo aquellos que diagnostican, sin apelación posible, los resultados devastadores del llamado Congreso de Washington, en el que "para vergüenza de nuestros pueblos, ni siquiera participamos los latinoamericanos". Políticas que "no fueron sólo impuestas sino también agenciosamente aplaudidas por nuestras élites y tecnocracias". Su análisis sin concesiones de la cara oculta de la globalización que hemos padecido y que nos ha hecho "tan sólo consumidores y no ciudadanos del mundo".

La propuesta política interna tiene como eje la crítica a los caciques de los partidos y a una vida congresional lastrada por la falsificación de la voluntad ciudadana. Habida cuenta de que el movimiento que encabeza no concurrió deliberadamente a la formación de la Asamblea, el proyecto explícito del presidente es anular en los hechos a ese órgano deliberante y devolver su plena soberanía al pueblo ecuatoriano mediante la convocatoria a un Congreso constituyente, decidido en el plebiscito que habrá de celebrarse el próximo 18 de marzo.

Para quienes en México escuece todavía la decisión adoptada por la Convención Nacional Democrática el pasado 20 de noviembre de poner en marcha, también mediante plebiscito, un proceso constituyente, cabe anotar que la Constitución vigente del Ecuador data apenas de 1991, pero que el movimiento triunfante estima indispensable un ordenamiento mucho más avanzado. Sería el caso de implantar una democracia participativa, correspondiente al carácter multiétnico y pluricultural del país y establecer los fundamentos de un estado social de derecho, de un nuevo proyecto de desarrollo y de una supranacionalidad regional.

La definición es clara sobre este punto: se trata de edificar una comunidad sudamericana y se propone que su sede sea la ciudad de Quito. Aunque en alguna mención improvisada el presidente se refirió a toda la América Latina, "desde el río Bravo hasta la Patagonia" en los pasajes específicos México, Centroamérica y el Caribe quedaron excluidos. De toda evidencia, se ha consolidado una visión integracionista en la que todos estamos presentes en las formulaciones abstractas y los referentes simbólicos, pero no existimos cuando se proponen programas concretos. Se nos mira como una nación fundamental que lamentablemente ya decidió, para todos efectos, su adhesión al hemisferio norte.

Semejante visión es compartida en distintos ámbitos del espectro político y es más radical entre los jóvenes. Ya no se discute siquiera, por razones prácticas; como si fuéramos un pariente prestigioso, pero hace tiempo muerto y enterrado. Difícil hacer entender que las decisiones que nos uncieron a Estados Unidos son parte de ese ciclo neoliberal que ellos dan por terminado. Que, a pesar de todo, nuestro país no es históricamente la correa de transmisión hacia el sur sino el muro de contención y la plataforma demográfica y cultural hacia el norte. Sobre todo, que el movimiento progresista mexicano brega porque reasumamos nuestros deberes como miembros de la comunidad latinoamericana de naciones.

Por todas las razones nuestra definición existencial es hoy el gran tema de México. En los frívolos tiempos de nuestra incorporación postiza al ámbito de los países industrializados, solía decirse: "Somos América Latina pero estamos en América del Norte". Hallazgo verbal equívoco, porque al final de cuentas no estamos donde somos ni somos donde estamos. Flotamos en el limbo internacional, a resultas de una profunda fractura interna y de una polarización política y social que pone en riesgo nuestra propia integridad nacional.

La reconstrucción del país no es asunto puramente doméstico, sino de potencialidades regionales y de equilibrios globales. Pasa por la superación de una adolescencia tardía, en la que hemos extraviado nuestra identidad y con ella nuestro futuro. Reencontrarla es el primero de los consensos nacionales que nos aguardan y el oriente que guía la hoja de ruta de la nueva República.

El Universal (Mexico)

 



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