La decepción de la insurgencia siria, tras la decisión del presidente Obama de dar una oportunidad a la diplomacia y retrasar el “ataque inminente”, ha sido esta semana la tónica general de todas las manifestaciones de líderes rebeldes.

Pero la frustración es también profunda en algunos gobiernos de la región, aunque sus dirigentes permanezcan por el momento mudos.

Arabia Saudí y Qatar seguirán enviando armas y fondos a los movimientos rebeldes sirios, pese a que sin una intervención norteamericana contra el régimen de Assad la suerte final de la guerra civil siga siendo incierta, y, sobre todo, muy lejana en el tiempo. El régimen fundamentalista de Riad contempla el triunfo de Al Assad como una importante baza ganadora de Irán en el pulso abierto entre las dos potencias suní y chií por el control de la región.

Turquía apostó un poco tarde por el campo rebelde (en su día Erdogan mantuvo muy buenas relaciones con el dictador sirio), pero lo ha hecho con armas y bagaje. La decisión de Obama de no lanzar por ahora los Tomahawk contra Siria ha sido un contratiempo para el primer ministro islamista turco, que ya se situaba en algunas quinielas como “líder musulmán de referencia” para la colección de dirigentes rebeldes sirios, desde los más islamistas a los más liberales.

Sobre el papel, el dirigente que ha quedado oficialmente descompuesto tras el cambio brusco de opinión de Obama ha sido el presidente francés. François Hollande estaba dispuesto a apoyar el ataque junto a Estados Unidos sin autorización previa de la Asamblea francesa. El simbolismo de ese respaldo politico y militar debió ser tan sublime que la Casa Blanca no se vio obligada, en ningún momento, a dar una explicación pública al Elíseo ni a presentar sus excusas por el cambio de marcha. En París cantó el gallo y la misión se dio por concluida.