Sin embargo, ese episodio no hace sino avivar más esa tenebrosa época en que nadie estaba inmune a la expedita justicia revolucionaria que, a su vez, en palabras del propio Marat, se absolvía porque ´el precio de la tranquilidad pública, son 200.000 cabezas...´.

Fue una ironía que la máquina de rebanar cogotes, inventada por el doctor Guillotin, sirviese para decapitar a 16.594 condenados por la Corte, de los cuales únicamente 878 fueron nobles, mientras que la mayoría, paradójicamente, fuese gente de los estratos beneficiarios de la Revolución. La suerte de esos infelices dependía del humor del Comité de Salud Pública, cuyos miembros competían —entre ellos— su fervor revolucionario de radicales versus indulgentes, pero todos cautivados por la consigna de “la República o la muerte”.

Aparte del patíbulo legal, se calcula que 35.000 a 40.000 franceses perecieron de una u otra forma durante ese macabro período.

Mas irónico aún es el hecho de que el instigador principal de la violencia, el incorruptible Maximilian Robespierre, perdiese su cabeza en la misma guillotina donde mandó a ejecutar implacablemente a sus víctimas.

Esa breve reseña histórica, es útil para ilustrar la justificación del asesinato político, calificado hoy como terrorismo. Las potencias occidentales han elaborado una lista de organizaciones calificadas como terroristas que, obviamente encabeza Al Qaeda y que incluye, entre otras, tanto al ETA vasco como a las FARC colombianas, al Hamas palestino o al Hizbolla libanés. A ella se añade un puñado de países que albergan estas facciones armadas o que financian sus actividades. Brillan en la nómina Irán, Siria y, pese a su protesta enérgica, también Cuba.

Últimamente se ha abierto el debate sobre el ´terrorismo de Estado´, modalidad que utiliza prácticas tales como el asesinato selectivo de operadores indómitos. La eliminación física de dirigentes palestinos por parte del Tsal israelí es ejemplo clásico de ese método.

En ese infortunado marco se inscriben las recientes incursiones aéreas de los ´Drones´ y los ´Predaetor´, bombarderos no tripulados, pero digitados desde la sede de la CIA, en Langley, Virginia que, con precisión casi milimétrica, destruyen casas y escondites supuestamente frecuentados por cabecillas de los talibanes que pululan en el laberinto fronterizo entre Pakistán y Afganistán.

En suma, deontología alguna puede determinar el límite entre un asesinato supuestamente noble, por razones de Estado, y la absolución para quienes matan al servicio de un ideal político o religioso, de cuya nobleza están plenamente convencidos.