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03/02/2014 | Un presidente travieso

Carlos Antonio Carrasco

Los 66 millones de franceses están acostumbrados a tolerar las infidelidades de sus soberanos

 

Durante el día manda en aquel país al que el general De Gaulle creía ingobernable por tener que escoger entre 300 variedades de queso. Pero hoy, el hexágono se ha complicado aún más, debido a la aguda crisis económica que angustia a los europeos, quienes debaten el dilema de la austeridad o el crecimiento. Esa circunstancia hace que el Presidente no pueda conciliar el sueño fácilmente, y que a medianoche hubiese optado durante varios meses abandonar furtivamente el lecho nupcial, vestirse con atavíos de cuero, colocarse el casco reglamentario y montar en su motocicleta para dirigirse por la puerta trasera del Palacio del Eliseo hasta el número 20 de la rue  du Cirque, donde, en un apartamento discreto, lo esperaban las sábanas tibias de su bien amada, la artista de cine Julie Gayet, bella rubia de 41 años que acogía al sexagenario con el cariño y la admiración que solo las francesas, con vocación de favoritas, pueden brindar.

Burlar el cerco conyugal es habitualmente difícil, sea en el poder o en el llano, pero atravesar desapercibido los anillos de la guardia presidencial y soslayar la jauría de gorilas del servicio secreto merece el encomio más elevado para François Hollande, por su habilosa ductilidad. Más aún, correr el riesgo de afrontar sea un banal accidente de tránsito o un atentado terrorista es un temerario acto de coraje que, como prueba de amor, resulta inaudito. Sin embargo, el peligro más grande para un hombre público es estar en la mira de los paparazzi, y fueron precisamente esos fisgones los que pacientemente siguieron por algunas semanas sus magnos pasos, hasta captar fotografías inconfundibles de las excursiones oficiosas del Primer Magistrado de la Nación. A la difusión de esas imágenes irreverentes en una revista local, correspondió viva protesta oficial por invasión a la vida privada, y conmiseración por el choque emocional que llevó al hospital a la entonces primera dama, la periodista Valerie Trierweiler, hoy repudiada.

Pero ocurre que el presidente Hollande, socialista, promulgador del matrimonio para todos, jamás se ha casado, pese a haber procreado cuatro hijos, en 25 años de amasiato con su anterior compañera, Segolene Royal, candidata presidencial derrotada en 2007. Tampoco llegó a contraer  nupcias con Valerie, su última concubina. Por lo tanto, en rigor, es soltero y legalmente libre para correteos sentimentales. Por añadidura, los 66 millones de franceses están acostumbrados a tolerar las infidelidades de sus soberanos desde Luis XV hasta el presidente Félix Faure (1885-1889), quien luego de gozar una agitada felación extramarital pasó a la eternidad con satisfecha sonrisa de beatitud. Más tarde, no causó asombro que en el entierro de François Mitterrand aparecieran llorando su muerte dos viudas perfectamente dolientes, ni que el antiguo presidente Valery Giscardd’ Estaign revelara en un libro su aventura con la princesa Diana.

Con semejantes ejemplos, Hollande comenzó a pensar en alguna excusa, como lo hizo Bill Clinton al afirmar filosóficamente que “oral sex, is no sex” acosado por la relación con su asistente Mónica Lewinsky, o en las explicaciones inventadas por tantos otros mandatarios atrapados en parecidas circunstancias. Fue entonces, cuando enfrentándose al espejo, comprobó que no era Dorian Grey, se empapó con lavanda sus rosadas mejillas y le vino a la memoria la sabia reflexión de Henry Kissinger, asegurando que “el mejor afrodisiaco es el poder”, y liberado ya de sus urgencias gracias a sus  deslizamientos noctámbulos, salió presuroso a recibir a Ángela Merkel para discutir el porvenir de Europa. Al verla, comparó el severo rostro alemán de la agobiada estadista con la fresca lozanía de Julie Gayet. La primera le demandaría más austeridad, en cambio, la segunda, le exigiría mayor crecimiento. Hollande, con la sobriedad que lo caracteriza, musitó: “cuán dura es la vida del político”.

La Razón (Bo) (Bolivia)

 



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