Según los alarmados por lo que está sucediendo en Europa, una razón, acaso la principal, por la que todos los países de la franja mediterránea están hundiéndose consiste en que la canciller alemana Angela Merkel piensa como un ama de casa frugal que está resuelta a poner orden en las finanzas de su hogar oponiéndose por instinto a medidas que permitirían a Grecia, Chipre, Portugal y España recuperarse sin tener que sufrir largos años de austeridad contraproducente.

Si sólo se tratara de la postura de una política determinada, el reemplazo de la canciller por alguien de ideas progresistas keynesianas sería suficiente para poner fin a la crisis del euro pero, claro está, el asunto no es tan sencillo, ya que la mayoría de los alemanes, además de los austríacos, holandeses, finlandeses y otros, comparte su punto de vista. El "norte" de Europa es contrario a una unión bancaria porque teme que significaría subsidiar, a un costo apenas concebible, al "sur", lo que le ahorraría la necesidad de llevar a cabo reformas estructurales que se verían resistidas por los beneficiados por los modelos socioeconómicos tradicionales. Tal actitud puede comprenderse, ya que la experiencia de los alemanes con la parte excomunista de su país y la de los italianos con el Mezzogiorno les ha enseñado que transferir recursos en gran escala a menudo brinda resultados muy decepcionantes. Puede que la alternativa sea todavía peor, pero el escepticismo que sienten los gobernantes de países presuntamente solventes no carece de lógica.

Sea como fuere, en el drama de la Eurozona a Merkel le ha tocado desempeñar un papel parecido al representado en la versión británica de una generación antes por la recién fallecida ex primera ministra Margaret Thatcher. Los directamente perjudicados por la evolución reciente de la economía la consideran personalmente culpable de cambios dolorosos que tarde o temprano se hubieran producido aun cuando estuvieran en el poder dirigentes de mentalidad radicalmente distinta. Los problemas gravísimos de los países mediterráneos no se deben a la tozudez de los "calvinistas" del bloque dominado por Alemania sino a la falta de competitividad de las empresas italianas y españolas, la corrupción de una serie de gobiernos griegos que llegaron al extremo de dibujar las estadísticas económicas, la evasión impositiva generalizada, el sobredimensionamiento del sector bancario chipriota, el que hasta hace muy poco era siete veces mayor que el producto bruto anual de la parte griega de la isla dividida; burocracias ineficaces politizadas y otros males. Suponer que si no fuera por la dureza de los alemanes y sus aliados los países en apuros lograrían prosperar enseguida es escapista.

El mundo actual es muy diferente de aquel de hace veinte años. La transformación de China en una inmensa factoría capaz de producir a precios accesibles una gama muy amplia de bienes de consumo y los avances registrados por la India, otro país con más de mil millones de habitantes, han modificado por completo el panorama internacional. Para conservar el muy alto nivel de vida que han alcanzado, los países ricos tendrán que superar en eficiencia y productividad a los que acaban de irrumpir en el sistema globalizado. No les será fácil. Entre otras cosas, les será forzoso encontrar la forma de reducir el peso relativo del Estado benefactor sin provocar un desastre social a pesar de que propendan a aumentar con rapidez los costos exigidos por tendencias demográficas negativas. Achacar esta realidad a Merkel, a la influencia post mórtem de Thatcher o al "neoliberalismo", de tal manera dando a entender que los problemas desaparecerían si un gobierno solidario optara por restaurar el statu quo de antes, no serviría para nada, pero en todos los países desarrollados abundan los que hablan como si estuvieran convencidos de que resistirse a los cambios que están en marcha aseguraría la salvación colectiva.