Una de las preguntas de la semana en cualquier sobremesa fue la de si era justicia o no el asesinato de Bin Laden. ¿El Estado debe actuar con los mismos resortes que los criminales para aplicar la justicia? No son muchas las coincidencias al respecto. En el mundo de los opinadores nacionales predomina la idea de que el presidente Obama se equivocó al ordenar y anunciar el asesinato de Osama. La gente no tiene por qué festejar el asesinato de nadie, eso va contra la civilización, argumentan con ese tufillo moralista que está floreciendo en el ámbito de nuestra opinión. Es muy, pero muy probable, que al presidente norteamericano y a los propios norteamericanos les importe un comino lo que se diga o se deje de decir entre nuestros opinadores.
En el ámbito de la política, la paradoja es una constante. Lo que criticó uno en alguna ocasión, lo termina haciendo en otra. Obama ha hecho todo lo que se le criticó al primitivo de Bush: ha hecho de la justicia una película del viejo oeste, mantiene Guantánamo, azuza a sus ciudadanos con un discurso patriotero mientras éstos lo contemplan todavía con el arma humeante. Ha llegado el sheriff a imponer la ley. No deja de ser paradójico ver al Premio Nobel de la Paz anunciar que bajo sus órdenes mandó matar a un individuo, pero así son las cosas en el siglo XXI.
Sin embargo, entiendo que a los primeros que les debe responder de sus actos el presidente norteamericano es a sus ciudadanos y, según parece, ellos están más que felices. La venganza, la revancha, el significado de que cada quien pague por sus acciones, el de buscar al malo por cielo, tierra y mar y que ahí, donde se encuentre, lo alcanzará el largo brazo de la justicia, lo acorralará y… lo matará. Esto lo entiende y lo saben los estadunidenses que pusieron a Obama como su líder para que tomara las decisiones necesarias, y siempre difíciles, que corresponden a quien ocupa la Casa Blanca, y decidió que matar a Osama era una solución para él y sus nacionales. Por eso le aplauden, por eso lo apoyan.
Cada quien tiene distinta manera de matar sus odios o de cobrarse afrentas. En la Alemania de los 70, los líderes de Baader Meinhof, la banda que sembró terror en aquel país, murieron en sus celdas de manera extraña. Se dijo que se suicidaron. También los alemanes dejaron al nazi Rudolf Hess encerrado en una prisión en la que nada más estaba él. Un ayatolá decidió que Salman Rushdie no volvería a vivir en paz y lo persiguen por todo el mundo; la mafia napolitana resolvió que había que eliminar a Roberto Saviano, el autor del libroGomorra, quien vive escondido.
Obama decidió que era mejor tener a Bin Laden muerto que vivo. Debió ser una decisión difícil, pero en esos puestos ninguna decisión es sencilla. Pero ya sabemos que no sólo eso se decidió, también se analizó que el cadáver cobrara vida y fuera objeto de devoción y se acordó tirarlo al mar. Además se optó por no repartir las fotos del terrorista muerto. “Son muy desagradables”, dijo el presidente. Seguramente. Lo que sí nos dejaron es una foto de él y su equipo observando el desarrollo del operativo y una frase del informe que le daban al momento, representativa de cómo se las cobran hoy en día: “Contacto visual con Gerónimo… enemigo muerto en acción”.
