Nadie se atreve a aventurar en Occidente qué tipo de democracias saldrán de las revueltas en el mundo islámico porque, tras derrocar las dictaduras, no aparece otra ideología que involución a la ciega fe en Alá, al que los revolucionarios se postran mansamente cinco veces al día.

Paran unánimemente sus reivindicaciones para rezar hora y media antes de la salida del sol, a su salida, poco después del mediodía, a media tarde, y tras la puesta del sol.

Muchos vuelven a orar a la hora y media. Y además, siguen fielmente las innumerables reglas que rigen cada minuto de su vida.

Estas revoluciones, pues, son involuciones incapaces de crear algo nuevo, de desconectar y liberarse de la vigilancia y la absoluta sumisión a Alá, que es lo que significa islam.

Mientras el Occidente judeocristiano-ilustrado prospera porque esa dedicación sólo la mantienen los clérigos, la mayoría islámica esta esclavizada por el control mental y físico que se ejerce sobre cada persona para mantenerla aferrada a los inacabables ritos.

Que son contrarios al progreso: las obsesivas obligaciones que debe seguir el musulmán interrumpen constantemente su trabajo físico, intelectual y su alimentación, y se convierten en lastre empobrecedor de los creyentes. Lo único que no se interrumpe es la procreación de innumerables hijos, lo que es ese mundo es más pobreza.

Como no surja una verdadera revolución de heterodoxos, descreídos, incluso ateos, lo que no es previsible, nada cambiará en ese mundo donde se comprueba, más que en ningún otro, la advertencia marxista de que “la religión es el opio del pueblo”.

Observe: en estas revueltas no se ha visto ni un solo líder laicista que pueda liberar esas masas de la esclavitud impuesta por la tiranía de Alá.

Faltan muchos Ataturk como el que liberó Turquía separando religión y Estado, labor que podría perderse próximamente porque el gobierno de Erdogan está involucionando hacia Mahoma ocho décadas después.