Las atrocidades perpetradas por las fuerzas del Gobierno interino comienzan a aflorar.
El
desgobierno, la incapacidad palmaria para someter a las anárquicas brigadas de
alguna ciudad libia, las pugnas territoriales, la división entre liberales
e islamistas y el vacío político – “Tampoco nosotros sabemos bien quiénes
forman la clase política”, comentaba ayer a este diario un diplomático
occidental-- marcan el nacimiento de la nueva Libia, una vezenterrados hoy, en
un lugar secreto en las profundidades del desierto, el dictador Muamar el
Gadafi y su hijo Mutasim. Que ambos fueron asesinados resulta evidente,
por mucho que el primer ministro dimisionario, Mahmud Yibril, asegurara, nada
más conocerse la muerte del déspota, que a este no le metieron un tiro en la
cabeza. Las atrocidades perpetradas por los rebeldes comienzan a aflorar en un
país en el que los derechos humanos fueron pisoteados con saña durante 42 años.
Para algunos insurgentes –al menos para las brigadas de Misrata que
conquistaron Sirte y apresaron a Gadafi— ha prevalecido el rencor hacia quien
casi les despojó de su condición humana.
Al menos
76 cadáveres de fieles a Gadafi fueron hallados el domingo en Sirte,
ciudad natal del autócrata, muchos de ellos maniatados. La reacción de las
autoridades, enfrascadas en la formación de un nuevo Gobierno, es tibia. Se
anuncia una investigación oficial, pero casi todos los dirigentes eluden el
asunto. La ausencia de autoridad ha sido notoria en la gestión del entierro de
Gadafi. Después de que Yibril fracasara en su empeño por convencer a los
milicianos de que se entregaran los cuerpos de los difuntos al Gobierno
interino, los cadáveres comenzaron a pudrirse a la vista de miles de curiosos
que han visitado el mercado de Misrata.
El
macabro escarnio de los restos de Gadafi y su vástago concluyó ayer. Hoy,
antes de ser trasladados a su tumba, el clérigo que acompañaba al dictador y
dos familiares detenidos junto a él han presenciado los rezos musulmanes previos
al entierro. Después, los cuerpos fueron entregados a dos “funcionarios de toda
confianza”, según explicó a Reuters Abdel Majid Mletga, un portavoz del Consejo
Nacional Transitorio (CNT), el organismo que dirigió el alzamiento y la
transición a una democracia cuyo arraigo puede costar un mundo. Gadafi y
Mutasim ya reposan bajo tierra.
Como lo
hacen otros muchos leales al régimen depuesto. Human Rights Watch afirma que en
Bengasi se produjeron linchamientos en primavera. Y también en Trípoli ha denunciado
la persecución de los negros, muchos sospechosos de ser esbirros del régimen.
Los llamamientos proferidos por el pío presidente del CNT, Mustafá Abdel Yalil,
para un tratamiento decente de los capturados han caído en terreno yermo.
Ignorantes de las consecuencias que puede acarrear la comisión de un
crimen de guerra, el presunto asesino de Gadafi se vanagloriaba de su `hazaña’.
Muchos otros milicianos pugnan en los vídeos difundidos por aparecer
exultantes, unos vídeos en los que el tirano es vejado y golpeado.
Los
libios están ebrios de libertad, a menudo mal encauzada. Jóvenes se dedican a
hacer trompos con sus vehículos en calles concurridas; el hachís en las calles
–fumar drogas en la vía pública era antes un riesgo inasumible- es fácil de
olfatear. Pero también han florecido más de 200 nuevas publicaciones, y los
bereberes, discriminados por el régimen, abren escuelas para enseñar su lengua
prohibida durante cuatro décadas y pasean orgullosos con su bandera por
Trípoli. El trasiego de camionetas dotadas de ametralladoras y baterías
antiaéreas –símbolo de la rebelión que nació en la oriental Bengasi en febrero—
se difumina a pasos agigantados.
Es, tal
vez, la única señal de que los ciudadanos comienzan a obedecer a unas
autoridades ausentes, criticadas ayer por decenas de milicianos que se
preguntaban a gritos a las puertas de un hotel donde se alojan miembros del
CNT: “¿Dónde está el ministro de Sanidad?”. Son miles los heridos y amputados
que carecen de la necesaria atención. El Ejecutivo todavía no se ha trasladado
a una capital, Trípoli, que recobra el pulso ante un panorama político sembrado
de incógnitas y una certeza.
Ninguna
ley podrá contravenir la Sharia, la ley islámica, lo que abre la puerta
legal –en la práctica, aunque no es un fenómeno extendido, siempre se practicó
durante el régimen-- a la poligamia, una evidente regresión para el estatus
civil de la mujeres, que en gran medida abominan de esta tradición, salvo, como
explica Malkis Blau, una médico de 25 años, que la esposa esté enferma o no
pueda procrear. Abdel Yalil también ha dicho que serán eliminados los intereses
bancarios y que esta norma se aplica ya a los préstamos inferiores a los 10.000
dinares (5.000 euros).