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24/10/2011 | Análisis: La democracia, uno de los muchos caminos que puede adoptar la transición en Libia

Jerónimo Ríos Sierra

La muerte de Muanmar el Gadafi ha supuesto el fin de más de cuarenta años de dictadura en Libia.Así, su nombre se suma al de otros dirigentes, como el tunecino Ben Ali o el egipcio Hosni Mubarak, que han sido derrocados por el convulso e intrincado proceso vulgarmente conocido como la “primavera árabe” que, de paso, sigue poniendo contra las cuerdas otros sistemas de índole similar, tal y como sucede en Siria, Yemen o Bahréin.

 

Se cierra un capítulo de la Historia de Libia para abrirse otro cuyas líneas por escribir, hoy por hoy, se presumen inciertas.

Pese a que en todo Occidente, la muerte de Gadafi se ha interpretado como el espaldarazo definitivo de cara a construir un nuevo Estado en Libia que enarbole la bandera de la democracia, nada más lejos que la realidad, el exceso de optimismo para con esta cuestión, a menudo, conduce a realidades bien diferentes a la vez que a interpretaciones simplistas de lo que construir exitosamente un modelo democrático se refiere.

Primero, porque si bien es cierto que mientras que en el caso de Túnez y Egipto el derrocamiento de sus mandatarios no se ha traducido en un cambio de régimen per se, en el caso libio, tal vicisitud, se plantea bien distinta. La muerte de Gadafi conduce, con total exactitud, a una ruptura absoluta del sistema de la Yamahiriya, esto es, del “Estado de las masas” que resultó de la Declaración de Shaba (1977) y que queda avocado a desaparecer. Empero, ello no significa que en su lugar vaya a implantarse un sistema democrático.

Decía el reputado politólogo Adam Przeworski (1995) que “una democracia que se impone por sí misma no es el único desenlace posible de las transiciones, de las situaciones estratégicas que se plan¬tean tras la caída de una dictadura”.

La transición en Libia ha comenzado con la declaración de liberación y el cese de la confrontación armada. Seguirá con el proceso de conformación de un gobierno de transición y la ulterior convocatoria electoral prevista para dentro de ochos meses. En otras palabras, durante los próximos dos años se estará hablando de proceso transitorio en Libia.

De inicio, las dificultades no parecen cuestión baladí. Hay que tener en cuenta que del referido proceso de “la primavera árabe”, Libia es el que ha adquirido mayores dosis de violencia y sanguinolencia, con decenas de miles de muertes, en torno a 50.000, con otros tantos heridos, desplazamientos forzosos y multitud de masacres y violaciones sistemáticas a los derechos humanos y el derecho internacional humanitario. Su investigación y reparación, no obstante, deberá ser una responsabilidad inminente tanto del gobierno resultante como de la comunidad internacional puesto que, hasta el momento, prácticas tales como la tortura u otras vulneraciones a los derechos humanos parecen haber puesto de manifiesto que para los rebeldes y su causa impera el “todo vale”.

A ello hay que añadir una población de aproximadamente seis millones y medio de habitantes sumamente heterogénea y dispar además de dividida territorialmente así como conformada sobre multitud de tribus y etnias (beduinos, bereberes, tuareg, tedas, cenetes, etc.). Una población tan dispar cuyo único nexo común para con rebeldes, milicianos e intelectuales ha sido la lucha contra el dictador. Así, una vez acabado éste, quien asuma las riendas del nuevo Estado libio difícilmente podrá hacerlo con las dosis de ubicuidad que llevaba consigo el régimen gadafista, lo que invita a pensar en una más que posible salida federal a la nueva conformación del Estado en Libia.

Igual sucede con el imaginario colectivo, cuya fractura generada por el conflicto y por el impacto de la misión de la OTAN, es de esperar, emerja con fuerza. Es decir, en la narración de la nueva Historia para la Libia post-Gadafi, en gran referente de la lucha será Misrata, sin lugar a dudas, el emblema de la victorial rebelde. Nada ver con Bengasi, a quien los aliados salvaron de las “garras del dictador” y cuya coyuntura siempre fue más favorable; o sobre todo, con el bastión del régimen, que es la capital Trípoli, donde se ve con escepticismo su lugar relegado en el devenir de los acontecimientos.

Sea como fuere, a partir de ahora, son dos las urgencias. Por un lado, conformar un gobierno de transición que conduzca al pueblo libio hacia sus primeros comicios; labor ésta que hasta el momento se ha prodigado como harto compleja.

Desde que el Consejo Nacional Transitorio se erigiera como interlocutor y canalizador del futuro post-Gadafi en Libia, su presidente, Mustafá Abdel Yalil, ha sido incapaz de poder constituir un ejecutivo. Igualmente, su primer ministro interino, Mahmud Ybril, quien contaba con el apoyo de Occidente, no ha recibido el apoyo que esperaba de sus compatriotas, donde su largo período en el exilio así como su marcado perfil liberal le han obligado a prometer abandonar el Consejo una vez que Libia fuese liberada. El nombre que suena con fuerza es el del líder rebelde, Abdelhakim Belhach, a quien se le atribuyen contactos con Al-Qaeda pero que ha sido una de las cabezas visibles de la liberación de Trípoli.

Conviene traer a colación que muchos de aquellos que ahora pretenden hacer suya la causa rebelde fueron en un pasado bien cercano estrechos colaboradores de Gadafi. Igual de colaboradores que buena parte de Occidente, cuando el entonces mandatario libio era visto sin cuestionamiento o juicio de valor alguno y al que Europa vendió, sólo entre 2006 y 2009, armamento por valor de 1.400 millones de euros.

Cabría identificar una cierta simbiosis entre unos aliados internacionales que de un día para otro transformaron por completo su visión sobre un régimen que siempre fue una tiranía, y unos individuos que, con similar premura, giran súbitamente para posicionarse contra un sistema del que se sirvieron y que de paso, muerto el dictador, les permite subsistir en el poder.

Queda claro que el Consejo deberá saber resolver los vectores de fuerza y las exigencias provenientes de los grupos islamistas, del ejército y de las diferentes tribus, que deberán gozar de representación en esta primera fase del proceso transitorio. De no hacerlo, la ingobernabilidad puede ser una constante que ponga en peligro el proceso transitorio.

La segunda prioridad que debe resolverse es la de desarmar, más pronto que tarde, a la población civil, a fin de agilizar los mecanismos de consolidación de la paz, reconstrucción post-conflicto y normalización de la vida política, social y económica del país.

Dicha normalización se presume posible, al menos en términos económicos, en tanto y en cuanto, Libia dispone de un gran potencial energético en gas y, sobre todo, en petróleo, al ser el segundo exportador de crudo de África, por detrás de Níger y Angola. Por ejemplo, hasta el momento esto no ha sucedido en Egipto, donde la inflación y la caída del sector turístico promovida por la crisis política han colapsado por completo su economía. Aún así, la necesidad de un gobierno de concentración, inclusivo, vuelve a aparecer como condición necesaria, puesto que buena parte del poder económico se decanta en diferentes grupos tribales, entre ellos los grupos nómadas.

Al margen de lo recién referido, hay que pensar en cómo la muerte de Gadafi ha afectado a quien puede pensarse como el gran vencedor por el devenir de los acontecimientos, este es, Barack Obama.

A meses del inicio de la campaña electoral, y cuando la política económica y social se ha convertido en un verdadero lastre en cuanto a mermar su popularidad entre la sociedad estadounidense, la política exterior puede suponer un bastión de vital importancia. Aún cuando ésta nunca ha determinado el voto, permite poner sobre la palestra de qué modo la Administración Obama ha sabido superar los errores de su predecesor, George Bush Jr. en lo que a dicha política exterior se refiere.

Si se comparan el billón de dólares invertido y los 4.400 soldados muertos en Irak así como los otros tantos miles de millones de dólares y los 1.800 soldados que ha supuesto Afganistán, la operación estadounidense en Libia ha sido un éxito. Se han desarrollado más de 7.000 misiones aéreas; se han producido 145 ataques con aviones no tripulados; apenas se han gastado 1.000 millones de dólares y, sin embargo, ni una sola víctima mortal.

A todo lo anterior debe añadirse el hecho de que la Administración Obama ha sabido involucrar, desde un componente multilateral, tanto a la Unión Europea, sobre todo a Francia y a Reino Unido, como a países de la Liga Árabe, como por ejemplo Catar, además de respetar el Derecho Internacional y vincular todas las decisiones sobre la base de actuación marcada por Naciones Unidas y la OTAN.

Aunque en un principio, los sectores reaccionarios del neoconservadurismo criticaron duramente al mandatario por relegar el papel de Estados Unidos a un segundo plano en detrimento de Europa – algo incomprensible a ojos del realismo preventivo neocon, dicha decisión parece haber sido un acierto. Un acierto que le ha valido el reconocimiento, entre otros, del republicano John McCain y que, para la propaganda electoralista permite proyectar la política exterior, a ojos del imaginario estadounidense, como una suma ciertos.

De este modo, el nuevo idealismo de la Administración Obama tiene a su favor, la vuelta al multilateralismo y al respeto del Derecho Internacional, la muerte de dos dictadores como Osama Bin Laden y Muanmar el Gadafi, y el posicionamiento a favor de la democracia en Túnez y Egipto así como en Siria, Yemen y Bahréin. No obstante, cabría matizar, y el reconocimiento de Palestina como Estado soberano es otro menester.

Llegados a este punto, habida cuenta de la hipocresía que supone el poder en casos como los de numerosos miembros, hoy por hoy, defensores a ultranza de la causa rebelde pero ayer cercanos colaboradores de Gadafi; en casos como el de la Unión Europea, donde hasta febrero de 2011 Gadafi estuvo en la antípoda de ser persona non grata; o en casos como Estados Unidos, donde la vara de medir es diferente si se habla de Libia a si se hace de Palestina; lo cierto es que el horizonte democrático como realidad, es algo mucho más complejo que un simple propósito.

El anteriormente mencionado Przeworski decía que para que exista democracia como definición de mínimos es imprescindible que exista representación (que el poder político resida en la ciudadanía); mandato (que el poder político se ejerza en sintonía con las necesidades de la ciudadanía); y control (que el poder político disponga de mecanismos que eviten o detecten sus posibles desviaciones).

Todo ello exige más allá que un propósito, un compromiso firme de quienes van a asumir el período transitorio y a establecer las normas que deben dar lugar a la democracia en Libia; pero también exigen de un compromiso activo, responsable y decidido de la población libia, que debe conformar una cultura política ex novo, y de la comunidad internacional que deberá demostrar, verdaderamente, que la intervención en Libia, justificada sobre la base de evitar una masacre en Bengasi, allá por febrero, no fue en el fondo, la razón con la que enarbolar la bandera de la democracia bajo el subrepticio propósito de salvaguardar unos intereses estratégicos y económicos que, en tal caso, desvirtuarían por completo una razón cuya causa debiera ser infinitamente mayor.

Tampoco podemos obviar el factor regional, pues buena parte de los posibles éxitos del proceso transitorio provendrán del reconocimiento que el nuevo Estado libio obtenga de los diferentes gobiernos árabes de la región y del papel a asumir dentro del tablero del equilibrio árabe.

Lo que resulte de todo esto que sea lo que el pueblo Libio, hoy por fin libre, decida. Aún así, el camino es largo y tanto el gobierno de transición como el que finalmente resulte tras los comicios deberá trabajar en aras de un prestigio y un reconocimiento del que hoy por hoy carecen tanto dentro como fuera del mundo árabe.

**Jerónimo Ríos Sierra es Director para Colombia y América Latina del Instituto de Altos Estudios Europeos (IAEE).

Vanguardia (Co) (Colombia)

 


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