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21/05/2010 | México - Narcotráfico, ¿guerra perdida?

Ruth Zavaleta Salgado

La desconfianza hacia quienes integran los cuerpos de seguridad y procuración de justicia tiene sus orígenes en la cultura de la corrupción que permea a las sociedades y México no ha sido la excepción.

 

Nadie ignora que los costos de pérdidas humanas en el combate al crimen organizado son una constante mundial y en todos los tiempos, pero aceptar que es nuestra familia la que pague ese costo sin lugar a dudas cambia nuestra visión y perspectiva.

Aplicar las normas que brinden la seguridad que el Estado está obligado a otorgar a sus ciudadanos en un régimen democrático tiene que ver con la legitimidad y la legalidad que otorgan los votos de los ciudadanos para cumplirlo, pero no basta sólo con esa legitimidad y esa legalidad para hacer uso de todas las herramientas necesarias, como la fuerza del Ejército o de los cuerpos de seguridad pública. Hace falta que en las entrañas de esas organizaciones haya unidad, coordinación y trabajo en equipo, un trabajo comprometido desde un actuar con ética y con valores como la libertad, la justicia y la solidaridad.

Un Estado en donde los ciudadanos perciben que sus policías son un mal necesario para combatir otro mal, o incluso son parte de éste, es un Estado débil ante el adversario. La desconfianza hacia quienes integran los cuerpos de seguridad y los de procuración de justicia se origina en la cultura de la corrupción que permea a las sociedades, y México no ha sido la excepción.

Por otra parte, el combate al crimen organizado tiene que ver con acciones complementarias al uso de la fuerza pública. La sociedad mexicana no está ajena a las características de las contemporáneas, en especial las de la región. Una sociedad en donde la visión globalizada es la del “ciudadano patrimonio”, es decir, “cuánto tienes, cuánto vales”, en crisis económicas constantes, con crecientes desigualdades sociales, sin empleo, sin educación de buena calidad (esa que anteriormente nos hacía aprender y aprehendernos de los valores sociales y éticos desde la autoridad de la voz del maestro).

El sexenio 2000-2006 no sólo fue el fracaso del posible cambio cualitativo del establecimiento de un nuevo pacto social que permitiera un mejor desarrollo de nuestro país, sino que dejó pendiente el capítulo sobre el narcotráfico. La alternancia en la Presidencia, sin lugar a dudas, vino a romper las relaciones de complicidad entre un narcotráfico establecido, creciente y próspero, y las élites de poder del momento. Algunos analistas ya preveían los problemas que enfrentaríamos, decían que el Estado mexicano se estaba “colombianizando”, es decir, se volvería un “narcoEstado”. Hoy sucede lo peor: el narcotráfico tiene un poder paralelo al del Estado político y compite en todos los niveles y con todos los medios por conservar los territorios.

Al igual que en Colombia hace más de 20 años, se ha llegado a pensar que los narcotraficantes son tan poderosos que la guerra está perdida. Algunos opinan que es mejor pactar con ellos y, a la luz de la legalización del uso de drogas en Estados Unidos, la duda crece. En Colombia, los gobiernos de Belisario Betancur Cuartas y de Virgilio Barco Vargas formalizaron pláticas. La idea era sencilla, los capos regresarían el dinero a Colombia y desmontarían sus laboratorios a cambio de recibir amnistía. El asesinato del candidato presidencial Luis Carlos Galán cerró el capítulo.

Al igual que en Colombia, la inexistencia de la legalidad y la violencia en algunos estados de nuestra República ha generado brotes de grupos de “autodefensa” o actitudes de venganza de una sociedad que se siente desprotegida por la autoridad. En ese país se llamaron “escuadrones de la muerte” que clandestinamente vigilaban y ejecutaban a los muchachos de barrio involucrados con el narco. El gobierno tomó medidas drásticas: fumigó cultivos, peleó el control de rutas e intensificó los operativos aéreos; fue impulsada la ley de extensión de dominio, se incrementaron las penas y se permitió la extradición de nacionales. Pero los “marimberos” de los ochenta fueron rápidamente sustituidos por los cárteles, que aprovecharon el inicio de la persecución a sus capos y la fumigación también de los cultivos en México. Crecieron y penetraron la vida política colombiana y a la guerrilla.

Pablo Escobar, con niveles de escolaridad mínimos, llegó a ser senador suplente y la población lo vio como su salvador, porque proporcionaba vivienda, empleos y préstamos a la comunidad e inclusive fundó el movimiento Medellín sin Tugurios.

Los medios de comunicación fortalecieron el espectáculo, al difundir diariamente los muertos del día, y la violencia fue “democratizada”, pues todos estaban expuestos.

Ante estas circunstancias, vale la pena seguir reflexionando qué sucedió en Colombia y en Palermo, que pueda aplicarse en nuestro país.

*Maestra en derecho constitucional por la UNAM

ruthzavaletas@yahoo.com.mx

Excelsior (Mexico)

 


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