A las demandas internas por cambiar la estrategia de lo que siempre se denominó en el discurso oficial “guerra contra el crimen organizado”, hay que sumar ahora las observaciones y señalamientos internacionales para evitar más derramamiento inútil de sangre en el país, el incremento de los “daños colaterales” (víctimas inocentes) y un agravamiento de las violaciones a los derechos humanos. El informe anual de Reporteros Sin Fronteras, advirtiendo que México es tan peligroso para los periodistas como Pakistán, y el Barómetro de Conflictos de la Universidad de Heidelberg que nos ubicó entre los seis países con mayor violencia el año pasado, apuntan en esa dirección.
El último reporte de Escuela de Cultura de la Paz, una ONG catalana dedicada a monitorear conflictos que afectan la paz y la seguridad en el mundo (con base en 10 indicadores, agrupados a su vez en seis categorías: conflictos armados, tensiones, procesos de paz, crisis humanitarias, derechos humanos y justicia transicional, y dimensión de género), considera a México “en situación grave” en tres indicadores: “países donde al menos una de cada mil personas es desplazada interna” (se considera que una persona es desplazada interna “cuando se ha visto obligada a huir y dejar su lugar habitual de residencia, en particular como resultado de —o con el fin de evitar— los efectos de un conflicto armado, situaciones generalizadas de violencia o desastres naturales o humanos, y que no ha cruzado una frontera internacionalmente reconocida”); “países de origen donde al menos una de cada mil personas es refugiada” y “países con violaciones de los derechos humanos según el Índice de Derechos Humanos” (www.escolapau.uab.cat/alerta10).
Lo que vive México desde 2006, cuando se declaró oficialmente una “guerra contra la delincuencia”, con sus más de 33 mil muertos y entre 3 y 5 mil desaparecidos, no es ciertamente una guerra regular en términos convencionales, donde se enfrentan dos Estados nacionales, pero sí es una guerra irregular o “conflicto armado” según la definición de la Escuela de la Paz y otras ONG internacionales de derechos humanos:
“Todo enfrentamiento protagonizado por grupos armados regulares o irregulares con objetivos percibidos como incompatibles en el que el uso continuado y organizado de la violencia: a) provoca un mínimo de 100 víctimas mortales en un año y/o un grave impacto en el territorio (destrucción de infraestructuras o de la naturaleza) y la seguridad humana (ej. población herida o desplazada, violencia sexual, inseguridad alimentaria, impacto en la salud mental y en el tejido social o disrupción de los servicios básicos); b) pretende la consecución de objetivos diferenciables de los de la delincuencia común y normalmente vinculados a: demandas de autodeterminación y autogobierno, o aspiraciones identitarias; oposición al sistema político, económico, social o ideológico de un Estado o a la política interna o internacional de un gobierno, lo que en ambos casos motiva la lucha para acceder o erosionar al poder; o al control de los recursos o del territorio” (Belén del Río, El mundo en guerra: distribución geográfica de los conflictos armados). Este último es precisamente el caso de la guerra civil mexicana por las drogas, los territorios, los recursos económicos y el control de la autoridad.
Desde 1989 la doctrina militar norteamericana tiene un término para designar guerras civiles irregulares como la nuestra: “guerra de cuarta generación” (William Lind, El rostro cambiante de la guerra: hacia la cuarta generación), cuya principal característica no es el enfrentamiento entre ejércitos regulares ni necesariamente entre Estados, “sino entre un Estado y grupos violentos o mayormente entre grupos violentos de naturaleza política, económica, religiosa o étnica”. Este género comprende la guerra de guerrillas, la guerra asimétrica, la guerra de baja intensidad, la guerra sucia, el terrorismo de Estado u operaciones similares y encubiertas, la guerra popular, la guerra civil, el terrorismo, el contraterrorismo y, por supuesto, el narcoterrorismo, “además de la propaganda bélica, en combinación con estrategias no convencionales de combate que incluyen la cibernética, la población civil y la política”.
Ahora bien, ¿quién inició esta guerra de cuarta generación, con una visión de la primera generación, entrenamientos de la segunda y recursos de tercera? ¿Quién determinó el tratamiento al cáncer que hoy deviene en metástasis? Negar lo innegable, que el actual conflicto armado por las drogas es una simple lucha y no una guerra descarnada, es tanto como negar que a veces el tiro sale por la culata.