Después del caso excepcional de Lula da Silva, el presidente americano con mayor aceptación popular tras dos mandatos es el colombiano Álvaro Uribe, que acaba de ser derrotado en la Corte Constitucional al negársele la posibilidad de acceder por referéndum a un posible tercer mandato de cuatro años.
  Este abogado-economista serio y determinado, sufrirá por tener que abandonar el poder el 7 de agosto, tras las elecciones del próximo 30 de mayo: quería culminar él la derrota definitiva de las FARC, las guerrillas más antiguas, mortales e inmorales de Latinoamérica, que nacieron en 1964 como izquierdistas y se tornaron narcotraficantes.
  A la vez ha ido neutralizando a los paramilitares, narcos de pasado menos ideologizado que el de esas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), supuestos izquierdistas apoyados con entusiasmo por gochistas internacionales, y con poco disimulo por Venezuela y Ecuador.
  Pero que han ido perdiendo eficacia durante los ocho años de mandatos de Uribe y que no alcanzan posiblemente los 5.000 efectivos, cuando en 2002 tenía 17.000, muchos de ellos campesinos esclavos y niños soldados.
  Esa Colombia de grandes familias de narcotraficantes, como los Escobar, Ochoa, Rodríguez Orejuela y tantos otros, asfixiada por la narcoeconomía, ha cambiado, a la vez que incrementaba la actividad de su agricultura, comercio, industria y servicios legales.
  Sus 45 millones de habitantes actuales disponen de una renta de 9.200 dólares per cápita, dice el último y muy bien informado Book of Facts de la CIA, cuando en 1997 alcanzaba sólo 2.267, como señalaba el Centro Iberoamericano de Información Empresarial (CIDIE).
  A pesar de la hostilidad vecinal, especialmente del nuevo Fidel protector de las FARC (y de ETA), Hugo Chávez, Colombia prospera y demuestra tener unos jueces por encima de, posiblemente, su mejor presidente de muchas décadas.

La admirable Colombia quiere vivir sin ningún salvador, aunque Uribe estaba considerándose ya imprescindible.