13/01/2015 | Argentina - La educación es consecuencia y no condición
Alberto Medina Mendez
Una conjetura se ha instalado como verdad revelada, cuando en realidad no tiene demostración empírica alguna que la sostenga. Son demasiados los que entienden que la causa que explica la situación actual de inmoralidad, mediocridad y pobreza tiene que ver con la ausencia de educación.
Cuando se aborda el
debate sobre como salir de ese cuello de botella que propone el presente y
superar así las mediocridades de este tiempo, parece inevitable caer en el
simplismo de establecer un paralelo entre la ignorancia de la gente y el modo
de seleccionar a los dirigentes políticos responsables de conducir los destinos
de una comunidad.
En realidad se podrían mencionar ejemplos que demuestran exactamente lo contrario.
Sociedades muy cultas, amantes del arte, la literatura y la música han elegido
como gobernantes a déspotas autoritarios, capaces de cometer las más grandes
masacres que la humanidad recuerde.
La educación bien entendida es un valor, pero es un error muy frecuente creer
que es una condición indispensable para el desarrollo. Si se repasan las
estadísticas mundiales en la materia, se identifican con facilidad a un grupo
de naciones que ostentan esa virtud, pero no es casual que se trate de países
desarrollados. El error conceptual es suponer que la educación generó el
desarrollo, cuando en realidad, en la inmensa mayoría de los casos, el proceso
ha sido justamente el inverso.
Es necesario desterrar esa falacia que sostiene que invirtiendo presupuestos
gigantescos en educación se logrará desarrollo, porque esta postura invita a
depositar energías en estrategias incorrectas que no encuentran soporte alguno
en ningún argumento sólido que se apoye en evidencias concretas.
Parece apasionante esa mirada, simpática por cierto, pero se debe comprender
que se trata de un espejismo, un análisis superficial y un desorden de factores
al momento de relatar las experiencias de cada nación. Es una ingenuidad creer
que un sistema educativo formal puede convertir a un país inmoral en virtuoso,
o a una nación pobre en rica.
Son las reglas de juego razonables, un marco institucional adecuado, el clima
apropiado de las ideas, la implementación de políticas públicas atinadas las
que, en definitiva, conducen al progreso y al desarrollo.
Es desde allí donde se llega a niveles educativos elevados y no al revés. Claro
que existen ejemplos que transitaron ambas caminos en paralelo y es posible
confundir en esos casos determinadas causas con ciertos efectos.
Pero no se debe caer en el infantilismo de pensar que si se destinan cuantiosas
cifras de dinero al sistema educativo, la nación mágicamente encuentra su
rumbo, como si se tratara de un fenómeno lineal, carente de otros ingredientes
mucho más influyentes en el recorrido.
Este planteo no pretende ser una apología del analfabetismo, ni tampoco un
elogio a conductas indeseadas. En todo caso, es el reconocimiento empírico de
cómo funciona la mente humana frente a ciertos estímulos concretos.
Un jefe de familia que no puede alimentar a sus hijos solo se concentra en
lograrlo, y es por eso que la educación no es su prioridad. Pero cuando
consigue superar esa barrera que le plantea la indigencia, entiende que sus
hijos merecen una oportunidad mejor, esa que el no disfrutó, y es entonces,
cuando los individuos asumen la trascendencia de la educación y no antes.
La historia de los países más eficientes del mundo muestra esta secuencia con
inconfundible claridad. De hecho, la inmensa mayoría de ellos crecieron gracias
a la tenacidad, el talento y el esfuerzo de varias generaciones de personas que
sin una formación educativa rigurosa, siendo desinformados e incultos, tuvieron
un norte claro y una decisión inequívoca de prosperar.
La educación que tanto se enaltece en este tiempo vino después. Hoy pueden
mostrarlo, luego de varios años, inclusive después de décadas y generaciones de
ciudadanos bajo esa dinámica, pueden ufanarse de tocar el cielo con las manos y
de convertirse en naciones sabias, dedicadas a la investigación, invirtiendo en
un sistema que les permite cultivarse, aprender y desarrollar nuevas aptitudes,
que en este nuevo marco garantizan la tendencia hacia el progreso con mayor
sustentabilidad.
El planteo no pasa por menoscabar la relevancia de la educación, ni ponerla un peldaño
abajo en la lista de atributos deseables, sino en todo caso destacarla como un
verdadero valor, pero sin caer en la trampa inocente de colocarla en un falso
pedestal y anteponerla frente a otras prioridades que, sin dudas, definen el
progreso de una sociedad e inciden en su futuro.
Si realmente se quiere prosperar hay que comprender las reglas de esa dinámica.
Partiendo de un diagnóstico equivocado se transitará también por un camino de
soluciones ineficientes y sobrevendrá entonces la frustración.
La gente puede equivocarse al seleccionar a sus conductores, pero ese fenómeno
no necesariamente es el derivado de su ignorancia. Es posible que tenga que
ver, en todo caso, con el excesivo nivel de dependencia económica de los
individuos respecto de sus gobiernos y una autoestima ciudadana debilitada que
resulta más que funcional en ese esquema.
Vale la pena revisar esta posición. No se debe seguir insistiendo en visiones
equivocadas. Ese derrotero mantiene a la sociedad en esta especie de círculo
vicioso que no conduce a ninguna parte y que condena a seguir como hasta ahora,
es decir sin futuro y sin educación. Esa educación que en realidad será la
consecuencia del desarrollo y no la causa del progreso.
Alberto Medina Méndez (Argentina)
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