29/06/2015 | Argentina - Decisiones intermitentes
Alberto Medina Mendez
Cuando se observa la realidad cotidiana y sus frecuentes despropósitos es importante entender que la responsabilidad primaria siempre le cabe a la dirigencia política.
Ellos no pueden
hacerse los distraídos y, mucho menos, endilgarle a la sociedad la culpa sobre
todo lo que acaece. Si ocupan ciertos cargos es porque han tomado la decisión
individual de postularse para alcanzarlos. No importa mucho si han sido electos
o solo convocados por quienes consiguieron ese apoyo popular. En cualquier caso
no están ahí por casualidad sino como consecuencia de una determinación
explícita.
No es diferente el caso de los que aún no han logrado obtener esos puestos solo
por no haber cosechado suficiente respaldo. Nadie los está empujando hacia esa
meta. Son ellos los que se proponen ese desafío personal.
Sin embargo, no es bueno ignorar que los ciudadanos tienen también una elevada
cuota de responsabilidad frente a lo que acontece a diario. Ellos tampoco
pueden desentenderse como si todo fuera producto exclusivo de la acción maligna
de terceros inescrupulosos.
Lo que sucede no es más que el resultado de una compleja combinación entre las
intenciones de los políticos y las actitudes de la sociedad. En algún lugar
entre esos dos puntos, se termina ubicando lo que finalmente ocurre.
A veces son los políticos los que imponen sus prioridades y manipulan todo para
hacer lo que les conviene. En algunos casos su tarea pasa por concretar sus
visiones y conseguir el consenso para que su idea tenga el sustento suficiente.
En otras ocasiones, solo usan a la gente para sus fechorías de rutina.
No menos cierto es que la sociedad funciona de un modo bastante similar. A
veces empuja a los políticos hacia el sendero adecuado reclamando lo necesario,
pero tampoco están ausentes esos momentos en los que se los impulsa a promover
planes insensatos, absurdos e imprudentes.
Tal vez el mayor pecado de una comunidad sea el de la omisión, esa instancia en
la que la inacción y el silencio se convierten en esa letal herramienta, que
con cierta complicidad, le entrega un cheque en blanco a la política para hacer
lo que sea, sin medir sus abominables derivaciones.
Si se comprenden los niveles de incumbencia que le caben a la ciudadanía y se
logra mensurar el costo de la pasividad, es posible que la gente consiga
estructurar los mecanismos precisos para construir instituciones que puedan
articular los intereses de todos e incidir con fuerza en la clase política.
El talón de Aquiles de la política sigue siendo su temor a la gente. Cuando la
sociedad civil logra coordinar acciones y consigue conformar un grupo sólido de
actores relevantes, finalmente establece una agenda consistente y entonces su
potencialidad se vuelve temible y su poder trascendente.
Abundan saludables ejemplos de instituciones de la sociedad civil que han
logrado una acción compacta de la mano de una vigorosa perseverancia. Esas
entidades se transformaron en un verdadero y eficiente muro de contención
frente a los abusos tan habituales. Allí donde esas organizaciones florecen, la
política tiene menos poder, se encuentra muy acotada y sus movimientos quedan
absolutamente condicionados.
Lamentablemente, demasiada gente sigue creyendo en los esfuerzos espasmódicos.
Se irritan frente a un hecho puntual, se escandalizan cuando algún disparate
emerge, pero su escasa tenacidad termina siendo su mayor enemigo. La política
conoce muy bien esa dinámica. Sabe que el enojo caótico dura solo algún tiempo
para luego desvanecerse. Los dirigentes solo deben tener la paciencia
indispensable y esperar que todo se diluya.
Una ciudadanía activa no es suficiente para garantizar que la política haga lo
correcto, pero se convierte en un instrumento vital para evitar que ciertos
dislates se reproduzcan. Para ello hace falta que aparezcan liderazgos
ciudadanos capaces de coordinar una participación inteligente. Nada es seguro,
pero una sociedad civil organizada, desestimula a los mediocres, a los
improvisados y a los corruptos, de esos que pululan en la política.
El modo más eficiente de mejorar la política no solo es poblarla de figuras de
mayor jerarquía. También resulta importante que la contribución ciudadana sea
significativa y para eso es esencial que la gente se encargue de ocupar los
espacios indelegables que le tocan en suerte. En el barrio, en el club, en el
consorcio, allí donde resulte posible y necesario, debe existir una ciudadanía
comprometida capaz de señalar el camino.
Si esto se entiende, será cuestión entonces de pasar a la fase siguiente, la de
la organización, la del aprendizaje y la imprescindible gimnasia que solo el
ejercicio cotidiano de una ciudadanía responsable otorga. Queda claro que nada
es fácil. Algunos creen que su deber es quejarse y que eso es suficiente. Otros
suponen que la política siempre reaccionará correctamente frente al enojo
circunstancial de la sociedad. Ambos se equivocan.
Tal vez sea tiempo de comprender lo que sucede y abandonar esa patética actitud
de victimizarse sistemáticamente, de enfurecerse por poco tiempo, para
pasar a la etapa de la acción consistente, esa que no promete resultados, pero
que tiene una chance concreta de lograrlos.
Sin dejar de lado la importante responsabilidad que le cabe a la política, tal
vez la ciudadanía puede evitar que la inercia presente siga su curso. Para eso
será imprescindible no repetir las lamentables experiencias, esas que la
historia muestra como esa secuencia conocida de movilizaciones coyunturales,
enfados anecdóticos e innumerables decisiones intermitentes.
Alberto Medina Mendez (Argentina)
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