18/08/2014 | Argentina - La despreciable actitud de los secuaces
Alberto Medina Mendez
Los caudillos siempre precisan de aduladores en sus entornos. Sin ese compacto coro de halagadores seriales que respaldan todas sus decisiones, el líder parece perder esa autoestima que lo invita a imponer y avanzar.
Es difícil entender a
quienes avalan sus determinaciones sin cuestionarlas. Es bueno asumir que el
jefe no siempre tiene razón. Los liderazgos consistentes se construyen con
mentes abiertas, amplitud de criterio, disposición para escuchar a todos,
con ganas de aprender, para seleccionar las alternativas óptimas. Esos
conductores suelen ser hábiles, convocan a los mejores, a los más capaces, a
los que pueden ofrecer soluciones con sentido común, sensatez y una cuota de
conocimiento técnico combinado con talento profesional.
Algunos dirigentes políticos, mediocres y de escasa personalidad, tienen una
tendencia indisimulable a rodearse de ineptos, de individuos poco competentes,
de escasa formación académica y con temperamentos débiles a la hora de proponer
ideas y establecer posiciones propias.
A veces, ese núcleo de colaboradores está compuesto de gente con avanzados
estudios. Resulta complejo entonces decodificar la humillante conducta que
asumen esos que optan por exaltarlo todo obedientemente, con un silencio
cómplice excesivamente funcional a los objetivos del jerarca.
Se puede entender la mezquindad, la terquedad y hasta el error habitual del
líder de turno. Es posible comprender la naturaleza y el peso de la
responsabilidad de quien tiene la tarea de conducir, pero eso no puede explicar
jamás porque algunos protagonistas, aparentemente inteligentes, deciden jugar
el perverso juego de alinearse incondicionalmente.
No se visualizan en esos grupos de trabajo, personas aptas para fijar una
postura diferente, diciendo lo que nadie quiere escuchar y listas para dar el
paso al costado si las circunstancias así lo requieren, sobre todo cuando se
recorre un camino inapropiado, inaceptable y sin regreso posible.
Es inviable justificar a esos personajes que construyen discursos con esmerada
razonabilidad, para luego vitorear barbaridades y apoyar peligrosas consignas
que buscan trastocar el modo de vida de la sociedad.
Es sabido que no se puede estar de acuerdo en la totalidad de los asuntos de la
agenda política. También se asume que no todo se puede cambiar en poco tiempo.
Pero existen límites y es vital identificarlos, para saber que se puede lograr
y que no. Allí es cuando parecen obnubilarse algunos, permitiendo que esa línea
se vaya corriendo progresivamente.
Algunos creen que solo se trata de mantener esa cuota de poder que el
funcionario supone disponer. Es por eso que aceptan lo que sea. Pretenden
retener ese espacio de maniobra que los apasiona y pagan costos impensados,
cediendo a diario, tranzando inclusive con la corrupción que los circunda hasta
naturalizarla e incorporarla como hábito al ejercicio de sus tareas. Así es que
concluyen también aceptando la inmoralidad y los desaciertos, como si eso fuera
requisito necesario para hacer política.
Ellos mismos se convencen de que solo se trata de insignificantes daños
colaterales, aparentemente menores y argumentan diciendo que para lograr
cambios hay que estar dentro y ensuciarse, y que eso es parte de las reglas del
sistema. Lo central es que cada individuo debe decidir hasta donde llega, cual
es su frontera personal, donde está el umbral que no aceptará sobrepasar, y eso
tiene que ver con los valores profundos con los que cada ser humano comulga. Se
debe poner en la balanza los objetivos por un lado y los medios que se aceptan
utilizar para lograrlo, por el otro.
Es en los actos oficiales o hasta en la obscena "cadena nacional",
cuando se pueden observar con más claridad las poses asumidas por los
funcionarios del gobierno y amigos del poder que siempre secundan al líder
ocasional. La indigna costumbre gestual de aplaudirlo todo, de sonreír frente a
comentarios tan superficiales como de dudoso sentido del humor y ovacionar lo
inadmisible, termina configurando un comportamiento patético.
En muchos casos merodean el poder, empresarios, profesionales, hombres y
mujeres exitosos en su actividad. Ninguno de ellos precisa de dádivas o
favores, ni de los salarios que ofrece un circunstancial gobierno, aunque la
mayoría lo acepta con demasiada satisfacción.
En la inmensa mayoría de los casos, funciona de otro modo. Habitualmente los
mediocres son solo rehenes de una remuneración, de una cómoda posición que los
lleva a recibir una compensación económica a cambio de sus servicios. La
contraprestación no implica solo trabajar, sino también la deshonra de decir
que sí siempre y aclamar todo sin condiciones.
El proceder de los elogiadores compulsivos no es intrascendente. Se trata de
integrantes de un equipo que cumplen el rol de participes necesarios, porque
son parte de lo que sucede, saben lo que ocurre a su alrededor y nadie los
obliga a estar ahí. Aunque así lo reciten, no pueden pretender que se los
considere como meros espectadores.
No son pocos los que, en privado, critican al líder, su estilo y hasta sus
formas. Pero no se animan a confrontar con el patrón. No tienen la valentía
suficiente para decir lo que piensan porque temen cometer el pecado de no
agradar al jefe. No le plantean sus puntos de vista discrepantes, ni tienen el
coraje de retirarse a tiempo cuando así corresponde.
Queda claro que el líder puede equivocarse, que sus resoluciones no siempre son
las adecuadas y que sus visiones a veces se encaminan hacia el inevitable
fracaso. Pero eso no sucede solo por sus propios errores, ni por su enérgico
carácter o sus evidentes defectos personales, sino también por la despreciable
actitud de los secuaces.
Alberto Medina Mendez (Argentina)
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