17/03/2016 | Argentina - El costo de oportunidad de la dilación
Alberto Medina Mendez
El interminable debate en torno al dilema sobre si la gestión de las reformas debe abordarse con políticas de shock o con una dinámica más gradual, omite el análisis de aspectos profundos, demasiado relevantes.
Los defensores de las
estrategias más frontales sostienen que generar transformaciones implica
encararlas con contundencia. Saben que no se lograrán triunfos de la noche a la
mañana y que la implementación puede hacerse secuencialmente, pero siempre
transitando un sendero definido.
En algunas ocasiones se confunden los términos y se intenta hacer creer que un
esquema como el descripto es invariablemente abrupto y desordenado. La tarea
consiste en gestar puntos de inflexión, modificando los sistemas de incentivos,
de premios y castigos, orientándolos con mayor inteligencia y una eficiencia
superior.
Los resultados jamás aparecerán mágicamente, pero una categórica mutación de
las reglas de juego puede ser vital para alterar el rumbo de los
acontecimientos y esperar palpables mejoras en un plazo razonable.
Del otro lado, los promotores del gradualismo afirman que las políticas de
impacto son bruscas, políticamente inviables y sus consecuencias son inhumanas,
nefastas y exageradamente negativas para la mayoría.
Es cierto que tomar medidas drásticas produce efectos inmediatos y trae consigo
importantes secuelas. Eso es indudable y no debe ser negado. En todo caso, se
deben contrastar las evidentes ventajas y los ineludibles inconvenientes que
vienen de la mano de esas duras determinaciones.
Son muy pocos los que están dispuestos a desnudar con idéntica potencia, el
precio de la inacción, el verdadero costo de las demoras. No hacer nada, o
hacer poco, también tiene derivaciones. Es probable que no sean tan notorias en
el corto plazo, pero no por ello consiguen ser menos destructivas y nocivas
para demasiada gente.
La invitación a elegir opciones aparentemente más suaves, placenteras, cómodas
y políticamente correctas encierra una trampa brutal impregnada de una gran
deshonestidad intelectual. Lo gradual ofrece un camino escalonado, pero esa
tardanza tiene gigantes costos ocultos que pretenden ser minimizados. No parece
saludable esconderlos bajo la alfombra.
Cuando se sostiene eternamente un régimen de subsidios inmoral solo para evitar
las consecuencias de quitarlo, se debe asumir con sinceridad que se seguirá
esquilmando a muchos ciudadanos detrayendo una parte importante del fruto de
sus esfuerzos personales cotidianos para sustentar a otros que no lo están
haciendo, ni tienen intenciones de hacerlo.
Prolongar el saqueo institucional puede parecer más sutil, pero solo lo es para
los que reciben la ayuda. Para los que siguen pagando la fiesta, eso es
impiadosamente perverso. Suponer que dejar todo como está o modificarlo
tenuemente no tiene costo alguno es de necios, pero también de cínicos.
Los economistas saben que las alternativas que ofrece una inversión deben ser
evaluadas y consideradas a la hora de tomar la decisión. A eso llaman
"costo de oportunidad". En materia de decisiones personales, familiares
y también sociales, ese mismo concepto conserva su sentido equivalente.
No hacer nada, detenerse frente a lo necesario e inevitable implica también
aceptar que esa decisión tiene inexorables ramificaciones para todos. Los
eventuales damnificados a los que se intenta proteger deberán postergar la
oportunidad de hacer lo correcto y arrancar la nueva era cuanto antes.
No se extirpa un tumor por etapas aduciendo que es menos doloroso. Se toma la
decisión de enfrentar el problema con coraje y se asumen los riesgos, el
circunstancial daño emergente, siempre sabiendo también que hacerlo ahora es
mucho mejor que posponerlo indefinidamente.
El único caso en el que se decide no hacer nada, es cuando se considera que el
paciente está en una fase terminal y no tiene chance alguna de sobrevivir. Allí
se opta por garantizar calidad de vida acortando los tiempos de supervivencia.
Si el diagnostico de la política es que administran un enfermo sin futuro,
sería bueno que lo digan. Si por el contrario, como suelen recitar, el porvenir
es sinónimo de éxito, es hora de apurar el tranco porque a este ritmo
dilapidarán las oportunidades de corregir errores.
La sociedad tiene enormes responsabilidades en esta parodia. No se puede
pretender a vivir en el primer mundo sin hacer significativos
sacrificios, con cobardía y gradualismo. Es hipócrita creer que se pueden
conseguir grandes logros sin atravesar contingencia alguna. Si se desea
prosperar, hay que estar dispuestos a hacer todos los deberes.
Esta situación actual no es mérito exclusivo de la dirigencia política, sino
también de esta sociedad que declama ampulosamente algo que luego no puede
sostener con actitudes individuales concretas. Pareciera que quienes dicen
aspirar a los cambios, no lo desean con tanto fervor.
Cierta actitud timorata, ambigua, repleta de dudas y contradicciones, invade
las mentes de quienes desean progresar, mientras prefieren permanecer en la
zona de confort que les ofrece la continuidad infinita.
Es posible que la victoria final esté a la vuelta de la esquina, pero no se
llega hasta allí con ridículos zigzagueos, posturas temerosas y midiendo cada
paso. La meta soñada requiere de valentía y claridad suficiente, ya no solo
para alcanzarla, sino para intentar recorrer ese trayecto con convicción.
La discusión política prosigue casi sin sentido. Por ahora el gradualismo gana
la batalla. Sería bueno que los que apoyan esa visión comprendan que los
supuestos perjuicios que pretenden evitar son reales y siguen allí. Aunque no
puedan visualizarlo existe el costo de oportunidad de la dilación.
Alberto Medina Mendez (Argentina)
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