No es una represalia por los miles de cohetes que han llovido sobre el sur de Israel durante años, o por el cabo secuestrado hace más de dos, es una ofensiva para cambiar las condiciones sobre el terreno.
Es una guerra que ha conseguido una notable sorpresa estratégica. El 18 de diciembre varios ministros reprocharon a Olmert y a su colega de Defensa Barak no tomar represalias por la reciente lluvia de misiles Qassams lanzados desde Gaza. El gabinete sólo fue informado el miércoles 24 y votó unánimemente a favor. La ministra de Exteriores y candidata a la jefatura del Gobierno, Tzipi Livni, se fue a El Cairo para dar cuenta a Mubarak.
La decisión final la tomaron Olmert, Barak y Livni el viernes 26 para el 27, con los jefes de estado mayor y de inteligencia militar. En esa noche se comunicó la noticia a los principales políticos. La posibilidad se venía barajando desde que resultó evidente el fracaso del proyecto de Sharon de transferir la soberanía a los palestinos en sus territorios. Gaza abortó la posibilidad de la orilla oeste.
Hamas tiene ya bajo su fuego a un millón de israelíes. Y el alcance de los misiles que le proporciona Irán siempre aumenta. Nadie lo toleraría. Y además para sobrevivir tiene que restablecer su capacidad de disuasión. Desbaratar la imagen de tigre de papel. Por eso, tras ese semifracaso contra Hézbollah en el sur del Líbano en el verano del 06, tenía que usar masivamente sus fuerzas terrestres.