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01/04/2006 | IRAK -tres tristes años

Manuel Coma

Los americanos planearon una guerra que podría haber sido cuatro o cinco veces más larga y una ocupación centrada en reconstruir un país postrado por treinta años de despotismo y una década de paria internacional, pero al que la exactitud quirúrgica de los ataques de una guerra de precisión lo habían dejado casi intacto.

 

No parece que tuvieran una idea clara de hasta qué punto la infraestructura básica del país estaba arruinada y al borde del desplome. Todavía entraba menos en sus cálculos la capacidad de resistencia de los restos de las infladas fuerzas militares y de seguridad del régimen baasista y no tuvieron el menor indicio de los planes trazados al efecto.

En cuanto a las armas de destrucción masivas, estaban tan convencidos, como el resto del mundo, de que iban a surgir como hongos en cuanto pusiesen el pié en el país, que no se dieron cuenta de la parvedad de la inteligencia en la que se basaba tan arraigada convicción. Más que un cúmulo de pruebas irrefutables lo que parecía no dejar dudas a ningún servicio secreto activo en Irak era el reiterado comportamiento del propio Sadam.   

En el rosario de imprevistos y errores que condujeron a la guerra, y a lo que esta trajo consigo, ocupa un lugar destacado la reacción internacional. Era una guerra pendiente, aplazada desde Kuwait, moralmente justificada por tratarse de una tiranía atroz y un régimen agresivo en perpetua búsqueda de expansión. Para Sadam la política era atacar o defenderse, nunca conformarse o convivir. Encontraba un sólido fundamente jurídico en las 16 resoluciones vinculantes del Consejo de Seguridad de NNUU violadas sistemáticamente a lo largo de 10 años.

Era una deuda del pueblo americano con el iraquí, deseoso de que alguien pusiera fin a la pesadilla de tener que vivir en estado permanente de guerra. Deuda no abstracta o retórica sino reclamada. Kurdos y árabes chiíes, el 80% de la población, habían sido alentados por Bush padre a que rematasen la faena de derribar al tirano tras su humillación en Kuwait. Se rebelaron y fueron implacablemente reprimidos. Seguían esperando que los Estados Unidos cumpliesen.  

Tras el 11-S los americanos alcanzaron algo muy próximo a la unanimidad. Había llegado la hora de Sadam. No se trataba de relación directa con los atentados, que nadie defendió. Era una lógica más amplia. Había hecho méritos más que sobrados. La intuición estratégica decía que la guerra contra el terror en sus inicios no podría dejar atrás un estado delincuente de peligrosidad tan demostrada.

Afganistán fue prioritario y de ahí un nuevo aplazamiento. Pero si Sadam no lo remediaba, y tuvo una última oportunidad, el resto parecía obvio. Como último sumando, el apoyo internacional del que los americanos gozaron en su arremetida contra los talibán. Sólo que entre el 6 de octubre en que comienza la operación y el 13 de noviembre en que cae Kabul, los entusiasmos internacionales se enfriaron de día en día. Una premonición de lo que estaba por venir.  

Porque Irak se convirtió desde su planteamiento, en el verano del 2002 en un campo de batalla simbólico contra la supremacía americana. El trauma del 11-S dio paso a la oportunidad de limarle las garras a un águila tan poderosa mediante la frenética deslegitimación de sus acciones.

Chiraq se sintió el rey del mundo encabezando una coalición tan amplia como informal que se asustó cuando se puso fin a la guerra con tanta facilidad para Washington y respiró cuando surgieron los insolubles problemas de la ocupación. Sin esos esfuerzos es de esperar que un Sadam completamente aislado hubiera tenido que ceder y se hubiera podido evitar la guerra.  

Desde entonces la liga antiamericana, de la que son punta de lanza muchos de los grandes medios de comunicación, ha sublimado la sangrienta actividad de terroristas de diversos pelajes salidos de la minoría árabe suní, soporte y beneficiaria del régimen de Sadam, con el bonito cuento oriental de que se trataba de la resistencia del pueblo de Irak, por más que desde el principio aquellos reservasen lo más selecto de sus masacres para sus fraternales y mayoritarios paisanos chiíes.

Ahora, sin solución de continuidad, nos enteramos de la noche a la mañana de que esa resistente unidad iraquí no existe ni ha existido sino que por el contrario están al borde de la guerra civil, como si todas las matanzas perpetradas por los menos, habituales dominadores, contra los tradicionalmente oprimidos más sólo hubieran sido esos pelillos que se echan olímpicamente a la mar.  

Las mortuorias heroicidades tanto de los que viven en el horror de que sus paisanos les pasen la factura por los crímenes cometidos durante treinta años como de los internacionalistas yihadíes que quieren redimirnos a bombazo limpio con el califato universal, han obstaculizado inmensamente la reconstrucción del país y han mantenido ese caos que tanto escandaliza a quienes subrepticiamente los apoyan en Occidente.

Si el caos fuera cómo día sí día también nos llevan diciendo desde hace tres años, entre el Tigris y el Éufrates no habría ya más que un agujero, y la población brillaría por su ausencia.

La Razón (España)

 


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