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30/08/2007 | Simbolismo y liderazgo

Fernando Henrique Cardoso

El presidente Lula da Silva sólo hace autocrítica indirectamente, sin asumir la responsabilidad por las decisiones que toma.

 

A despecho de las oscilaciones recientes del mercado financiero, que nadie sabe si serán sollozos pasajeros o señales de perturbaciones más profundas en la economía mundial, es incuestionable que la prosperidad por el fin de los ajustes financieros de los turbulentos años noventa y, principalmente por el ingreso de China en el mercado mundial, favorecen enormemente a las economías emergentes.

Los países en desarrollo que ya disponían de alguna base industrial y fueron capaces de activar mecanismos públicos y privados de decisión se están transformando, en el marco de la economía mundial, a un ritmo impresionante. En esa oleada favorable, Brasil también avanza. Nuestra economía no comenzó a mostrar, desde hace más tiempo, los resultados de los esfuerzos que venía haciendo desde el Plan Real y de la transferencia cambiaria de 1999, porque la crisis energética de 2001 y los temores desencadenados por la perspectiva de un viraje brusco con la elección del gobierno del Partido de los Trabajadores comprometieron los resultados económicos de 2002 y 2003, los cuales sólo aparecieron con fuerza después de 2005.

Vivimos, no obstante, un momento en extremo favorable para consolidar las reformas modernizadoras del gobierno, de la sociedad y de los mercados, iniciadas anteriormente. Un momento que requiere visión de grandeza: se abren posibilidades para que Brasil se afirme como una gran nación. Esto es, como un país democrático, con una economía tecnológicamente moderna y competitiva, respetuoso de las instituciones y de los contratos, que ofrezca condiciones universales de acceso a la educación, a la salud, a la tierra y al trabajo para que su pueblo disfrute de una vida digna. No obstante, un país que no se conforme con mantener una parte considerable de sus habitantes sin empleo decente, necesitados del asistencialismo gubernamental.

El esfuerzo de arrancar en dirección del futuro exige objetivos claros y persistencia en el camino escogido, requiere valor en las decisiones y eficiencia para implementarlas. No deja de ser preocupante que el Partido de los Trabajadores haya llegado al poder en el momento que más exige tales cualidades. Por más que el actual gobierno haya dado continuidad a las políticas macroeconómicas que heredó, de las cuales siempre fue crítico y ¡pasmoso! —lo sigue siendo—, no ha sabido hacer la revisión programática que le permita llevar adelante un proyecto verdaderamente nacional. Un proyecto que abarque a todas las corrientes de la sociedad y trascendiera los intereses meramente partidarios corporativos y personales. Un proyecto que avance en las reformas institucionales y permita una verdadera colaboración entre el Estado rector y la iniciativa privada dispuesta a invertir especialmente en el campo de la infraestructura. Un proyecto verdaderamente democrático, al abrigo de recaídas populistas.

El presidente Lula sólo hace autocrítica indirectamente, sin asumir la responsabilidad por las decisiones que toma. Sólo lamenta "la cantidad de cosas de que hablé y que hablaba, porque era moda hablar, pero que no tenía sustancia para sustentar a la hora en que damos en concreto". En el ejercicio de gobierno, siempre que puede, se refugia en las frases vagas, en el cobro genérico de responsabilidades, en la atribución de toda culpa al pasado y se contenta con elogios fáciles a sí mismo, del tipo "nunca en este país..." En parte, la retórica presidencial es cierta: nunca hubo tantos escándalos y, lo que es peor, nunca, ningún otro presidente pasó tanto la mano por la cabeza de los implicados ("no se comprobó nada, son chiflados y no criminales, errar es humano").

De consecuencias aun más funestas que la actitud permisiva, quizá sea la falta de comprensión histórica del gobierno y de su líder. En el afán de aumentar la popularidad y de engañar a quien no tiene acceso a mejor información, gobierno y presidente asumen como propio lo que heredaron. Poco importaría si Brasil continuara avanzando. Pero sí importa, y mucho, que estén desperdiciando una oportunidad histórica excepcional para que Brasil dé un salto cualitativo, en beneficio de ésta y de las generaciones futuras. Aquí sí cabe la frase "nunca en este país hubo mayor apagón ideológico y mayor desidia ante el interés público". Lo que vemos es un cuadro de parálisis gubernamental, de desconexión, de imprevisión e incompetencia, relleno con una retórica irresponsable.

Lo digo con lástima, sinceridad y franqueza: jamás imaginé que llegaríamos a tal punto de degradación. Fui testigo de la acción de Lula, innovadora en el sindicato y valerosa en la política, cuando todavía no era el presidente Luiz Inácio Lula da Silva. Nunca lo consideré, en aquella época, un líder excepcional, pues le faltaba firmeza para contraponerse a la opinión de la mayoría ocasional, pero lo tenía por un símbolo: inmigrante del noreste, valeroso y luchador que superó las barreras sociales. Lo tenía, y aún lo tengo, por un hombre de buena naturaleza, que en términos generales deseaba el bien del pueblo. Pero me decepciona verlo desperdiciar la oportunidad que tiene en las manos. Me opuse a quienes, en 2005, pensaban en proponer su impugnación, no porque faltaran argumentos jurídicos ni porque quería verlo sangrar poco a poco, sino porque creía, como sigo creyendo, que el contenido simbólico de su liderazgo es un patrimonio del país que no debe ser destruido. Lamento verlo ahora destruir con sus palabras y actos el capital de credibilidad que había conquistado.

Señor presidente: a nombre de su historia y de la historia de nuestro propio país, no se rebaje a la vulgaridad en nombre de la popularidad, cuídese de decir tantos improperios que lastiman el sentido común, la solidaridad y la democracia. ¡Tenga un poco más de grandeza, que mucho la necesitamos!

The New York Times Syndicate

Excelsior (Mexico)

 


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