«LIBERTAD, igualdad, fraternidad», ¿de qué? ¿Qué queda en Francia de aquel grito provocador que sobrevivió a la Revolución Francesa, convirtiéndose en el slogan de los progresistas y los demócratas de todos los colores contra gobiernos intervencionistas? Nada. No queda nada.
Francia es hoy el país europeo más centralizado; el que mantiene más empresas en el sector público; donde el Gobierno es más reaccionario ante las normas de la UE que crearon sus predecesores; donde 28 millones de ciudadanos dijeron no o se abstuvieron en el referéndum sobre el Tratado que establece una Constitución para Europa; donde la política económica se apoya todavía en el ahorro y el atesoramiento más que en la inversión, la exportación y el consumo; donde más porcentaje de población vive de las subvenciones agrícolas que paga Alemania; donde el valor de la moneda antes de adoptar el euro se mantenía porque sus gobernantes chantajeaban a Alemania para que revaluara el marco en lugar de devaluar ellos el franco; donde el Gobierno posee todavía los principales bancos, o la mayor parte de sus acciones, y tuvo que hacer frente al ridículo internacional cuando a principios de la década de 1990 se vio obligado a cubrir las enormes pérdidas del Crédit Lyonnais; donde, según un reciente informe del Banco Internacional de Pagos, esos bancos son los principales socios financieros de países como Irak, Irán o Cuba.
En este marco, el primer ministro francés ha anunciado ayer la fusión del grupo de energía franco-belga Suez, con la pública Gaz de France. Dominique de Villepin recurrió a la manida importancia estratégica del sector energético para el país ante el temor de la italiana Enel hiciese una opa sobre la empresa pública gasista francesa y pueda apoyar a Gas Natural para hacer una contraoferta a la que hizo la alemana E.On para adquirir Endesa. ¿Qué queda en los actuales nacionalistas y antieuropeos dirigentes franceses de «Liberté, égalité, fraternité»?