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16/02/2006 | Libertad de expresión, sátira y religión

Marc Carrillo

La defensa de los derechos fundamentales exige ser radical. Las concesiones en esta materia suponen una hipoteca del régimen democrático. Cierto es que existen otras hipotecas igual de importantes que desnaturalizan la democracia, como es el caso de aquellas formas de desigualdad social que convierten en hueras las instituciones representativas.

 

Pero la misma certeza se proyecta sobre los derechos de libertad de la persona, que no admiten criterios de oportunidad para su tutela por el Estado, por el Estado democrático, claro está. Por esta razón hace bien el Gobierno danés en no pedir disculpas por las caricaturas satíricas aparecidas en la prensa del país nórdico.

En primer lugar, porque son un ejercicio del derecho a la libertad de expresión por parte de un medio de comunicación, que no puede coartar ni responsabilizarse jurídicamente de su contenido y, en segundo lugar, porque la libertad religiosa de las personas no ha sido afectada lesivamente por la divulgación de unas tiras satíricas en las que se tiende a asociar al profeta Mahoma con el terrorismo.

Sin duda, son libertad de expresión porque la caricatura satírica es una forma específica de este derecho fundamental, que consiste en la facultad de dar a conocer ideas u opiniones de forma oral u escrita, a través de cualquier medio.

En la tradición del Estado liberal democrático, ha sido el ámbito político en el que la libertad de expresión ha cobrado especial relieve. Y, en este sentido, la caricatura de todo lo que forma parte del debate en una sociedad abierta es una forma de tomar posición acerca de cuestiones controvertidas.

La libertad de expresión en el ámbito político no ha de conocer límites, y es por ello importante la jurisprudencia constitucional española (STC 62/1982), de clara raíz europea sentada desde hace años por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo (en los casos Handyside de 1979 y Lingens de 1986), según la cual la libre expresión "(...) constituye uno de los fundamentos esenciales de una sociedad democrática que, sin perjuicio de las medidas a que se refiere el artículo 10.2 del Convenio de Roma (...) comprende no sólo las informaciones consideradas como inofensivas o indiferentes, o que se acojan favorablemente, sino también aquellas otras que puedan inquietar al Estado o a una parte de la población, pues así resulta del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe una sociedad democrática".

Por ello, en las coordenadas propias del sistema democrático ninguna institución o ideología pueden quedar al margen de la crítica. Las confesiones religiosas o sus símbolos no son una excepción ni tampoco pueden ser concebidos como una especie de materia reservada exenta del debate social y político.

Ni Mahoma, ni Jesucristo, ni Yahavé, ni Buda ni cualquier otra manifestación de confesionalidad religiosa que pueda existir, por mayoritaria y/o esotérica que sea, ha de ser excluida del escrutinio público y de la crítica, por hiriente que ella pueda ser, como así lo señala, entre otras, la jurisprudencia constitucional española.

Por ello, tanto sus principios como sus representantes han de pasar, si cabe, por el rasero de la crítica pública, siendo del todo inadmisible que la libre expresión acerca de la libertad de conciencia o de religión (o cualquier otro derecho) puedan ser interpretados con criterio territorial o en función de razones de identidad cultural, étnica o religiosa. En términos de libertad política la excepción no es posible.

No puede haber una versión de la democracia, pongamos por caso, para Europa y otra para los países de Oriente Medio. La tolerancia no significa indiferencia; no es un principio ilimitado. Y, desde luego, un límite ineludible es la garantía de los derechos.

En consecuencia, la misma intensidad crítica y satírica ha de servir para poner de relieve la obscenidad que supuso la deferencia del antiguo jefe del Estado Vaticano, Karol Wojtyla, para con un ser tan abominable como Pinochet, o la invocación de Mahoma por el terrorismo suicida (probable fuente de inspiración de las denostadas viñetas satíricas); o las constantes referencias a Dios por el presidente Bush en la ilegal guerra de Irak, o, en fin, las concepciones teocráticas de los ortodoxos judíos..., y así podríamos continuar.

El rechazo desde el ámbito musulmán a las viñetas satíricas se ha centrado en considerar que con ello se difama a la religión islámica. Asimismo, diversos portavoces de las democracias occidentales se han referido a la necesidad de cohonestar la libertad de expresión con la libertad de creencias. Sin embargo, en el caso que nos ocupa no se plantea un supuesto de lesión a la libertad religiosa.

No es así porque como es sabido esta libertad presenta dos facetas diferenciadas que sirven para definirla: una positiva, cuyo objeto es manifestar las creencias que la persona haya adoptado; y otra negativa, que consiste en el derecho a no verse obligado a declarar sobre las propias creencias.

Ni uno ni otro aspecto se ha producido con la sátira denostada: ni las personas que profesan la religión mahometana ven impedido su ejercicio a través de las diversas formas de culto, ni tampoco son obligadas a manifestarse sobre su convicción religiosa.

No obstante, se podrá refutar ante este argumento, basado en la concepción de la libertad religiosa como un derecho individual, que es un derecho propio del ámbito de la vida privada de la persona, que -por el contrario- los musulmanes conciben el hecho religioso como algo no sólo individual sino social e, incluso, político.

Perfecto, ello es una opción muy legítima pero esta circunstancia no puede impedir que alguien la censure. Por ejemplo, aquella que denuncie los peligros de una concepción teocrática de la vida política o la instrumentalización de la religión como factor de movilización social o de identidad política.

Es éste un tema muy viejo, como se ponía de relieve en Cromwell, aquella espléndida película de 1970 de Ken Hughes, en la que las iglesias de Inglaterra se repartían las bendiciones y la organización del consentimiento de sus súbditos enrolados los ejércitos enfrentados, para legitimar su lucha por el poder.

En la lógica democrática, la crítica a los símbolos ha de ser intensa y desinhibida: un buen ejemplo al respecto es la célebre sentencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos en el caso Texas v. Johnson de 1989 (491 US 397), en el que la quema de la bandera en el curso de una manifestación constituye un ejercicio legítimo de la libertad de expresión protegido por la Primera Enmienda.

Desde un punto de vista jurídico tampoco puede entenderse que la sátira en cuestión pueda concebirse como un ejemplo deexpresión de odio, es decir las llamadas hate speech también acotadas por la jurisprudencia norteamericana.

Porque de una crítica a través de la sátira humorística, que el mundo islámico considera como lesiva y atentatoria a las convicciones religiosas de sus ciudadanos, no se deduce, sin embargo, que por ello puede producirse un riesgo claro e inmediato de carácter colectivo que obligue a impedir la difusión de las viñetas satíricas.

Claro está, salvo que se entienda que determinados símbolos religiosos sean intocables. Hasta aquí, pues, algunas reflexiones en el orden jurídico que, ciertamente, encuentran un referente ineludible en la denuncia al espíritu perseguidor que denunciaba Voltaire en su célebre estudio sobre la tolerancia.

Ahora bien, esta aproximación al conflicto de orden internacional suscitado por las viñetas, no puede obviar que subyace de forma flagrante un trasfondo de orden político que no puede ser menospreciado.

Y es que el radicalismo islámico ha encontrado una fuente de legitimación en una creciente islamofobia, que ha crecido a partir de los atentados del 11-S en Estados Unidos, a través de una sistemática identificación del Islam con el terrorismo y de la teorización tan esquemática como reaccionaria del choque de civilizaciones de profesor Huntington, abordando la cuestión sólo como un conflicto de valores y tradiciones culturales, con abstracción de otras variables que resultan ineludibles como las condiciones estructurales económicas y sociales de las sociedades donde el islamismo goza de predicamento.

Seguramente habrá que plantearse qué grado de responsabilidad tienen en esta radicalización del mundo árabe, la guerra en Irak, el terrorismo de Estado practicado por Israel sobre Palestina, la corrupción gestada en la precaria administración de la Autoridad Nacional Palestina, el muro construido por Sharon, un político perseguido en su momento por la justicia belga en virtud del principio de jurisdicción universal por delitos de lesa humanidad, la impotencia de la Unión Europea en disponer de una política exterior propia y efectiva para la zona, la humillación cotidiana de los trabajadores palestinos en su tránsito laboral a Israel, etcétera.

Pero estas son cuestiones de orden político que, de acuerdo con unos mínimos parámetros democráticos siempre exigibles, nunca pueden legitimar el impedimento a ejercer la sátira política, un pilar integrante de la libertad de expresión en el Estado democrático.

El Pais (Es) (España)

 


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